En el país hay registros de al menos 5.738 personas que padecen algún trastorno del espectro autista, aunque la cifra podría ser mucho mayor. Conoce cuáles son los retos que enfrentan todos los días esta población.
POR: Esteban Cárdenas Verdesoto
Julio Garzón tiene 32 años, aunque hace 10 sintió que volvió a empezar su camino. Recuerda claramente el día en el que le diagnosticaron autismo: “el 2 de mayo de 2015”. Y es que ese momento su vida volvió a cobrar sentido y todo lo que había vivido cuando era pequeño tuvo una explicación “al fin”.
Como él, en el país existen 5.738 personas que presentan registros con padecimientos del espectro autista; personas quienes tienen que lidiar todos los días, según explica Garzón, con una sociedad que “no está adaptada” para su condición y para darles espacio en los que puedan desarrollarse sin prejuicios o sin discriminación. Sus retos son diarios.
Garzón recuerda, con voz firme y sin emociones, que desde pequeño su familia notó que él era diferente. Su forma de relacionarse con otros niños, sus intereses por aprender cosas específicas por periodos de tiempo, su falta de relación afectiva, su poca comprensión de los códigos sociales; todas estas fueron señales que encendieron alertas en su entorno. Y así continúa la larga lista de condiciones que fue presentando desde sus primeros años de vida.
“Siempre dijeron que quizá tenía que relacionarme más, que era culpa de mis padres por no criarme con otros niños. Nunca se explicaron por qué era diferente y en la escuela eso también me afectó”, dice.
Ya cuando entró a estudiar, la relación tanto con sus profesores como con sus compañeros fue aún más complicada. Recuerda cómo tuvo problemas con los estudios “y no porque no sabía o porque no quería aprender sino porque me aburría o porque había cosas que simplemente no me interesaban”. Esto hizo que sus profesores le trataran como un niño problemático y que sus compañeros le juzgaran y molestaran por sus gustos y por su falta de receptividad para relacionarse.
“A mí no me gustaba salir a jugar fútbol en el recreo o jugar en general con ellos. No me gustaba lo que hacían, ni me gustaba convivir. Tuve momentos en los que me interesaban los sonidos y en los recreos me ponía a jugar con esferos, como que tocaba instrumentos, hubo momentos en los que pasaba en los recreos viendo hormigas y pude aprender mucho de su comportamiento. Pero no me gustaba estar con ellos y me molestaban”, dice.
Llegó un punto en el que sus padres incluso pusieron sobre él la culpa de ser diferente. Algo que le hizo pensar mucho y le hizo obligarse a aprender los códigos para relacionarse con otros. “Socializar fue algo que me costó y algo que tuve que aprender solo, desde cero. Tuve que aprender a empatizar, a saber cuando alguien estaba feliz o triste. A poder tener amigos, que aún así me costó mucho”.
Esto mismo le llevó a tener muchos problemas en el colegio. “Incluso mis profesores le decían a mis padres que no iba a tener futuro porque no me gustaba estudiar. Me sacaron de un colegio y tuve que buscar otro cuando tenía 15 años, porque según ellos era un joven problemático. Pero es que nunca me sentí bien en esos espacios o me sentí parte de”.
Esta discriminación, en algún punto, lo llevó a una depresión profunda, “porque todos me dijeron que yo era el problema”. En este punto, la voz de Julio se apaga y se frena en un silencio que toma la conversación con tintes reflexivos.
“Pero salí. Terminé el colegio y entré a estudiar ingeniería química en la Universidad. Era algo que me gustaba y que en los últimos años de colegio empecé a conocer y me comencé a interesar por las mezclas y la experimentación”, explica.
En este punto, su vida cambió y se vio un poco más libre de estudiar algo que le gustaba. Pero aún así, en los cuatro años se sumió en los libros y en el estudio, lejos de las personas. “Nunca encajé, pero al menos ahí sentía que hacía algo que me gustaba y lo disfrutaba mucho”.
“Parte de mi condición, que ahora sé que tengo, es que a veces me sobreestimulan las personas. Siento que la bulla me abstrae, aunque el ruido sea poco, y me bloqueo. Por eso empecé desde el colegio a ponerme tapones en los oídos cuando quería concentrarme. Pensé que estaba loco o que estaba enfermo, porque eso me decían”, dice.
Fue en uno de esos ataques, hace 10 años, ya cuando se graduó de la Universidad, que uno de sus profesores le recomendó ir a un psicólogo, quien finalmente le dio una respuesta del por qué de lo que vivió toda su vida.
“El diagnóstico tardó pero al final, luego de algunas sesiones, me dijeron que tenía autismo de grado 1, un tipo muy leve, similar al Asperger pero que afectaba mi desenvolvimiento neurológico y que explicaba cómo me había sentido hacia el mundo toda mi vida. Algo que por fin explicó por qué me molestaban, por qué no me aceptaban en los colegios porque según ellos era relajoso, por qué me pasaba lo que pasaba. Y, curiosamente, eso me dio paz. Claro que me dieron terapias nuevas, pero aunque las cosas no iban a cambiar mucho eso me ha hecho sentir tranquilo, saber que no era mi culpa”, detalla.
A lo largo de su vida, aunque prefiere no profundizar en el tema, ha vivido discriminación en trabajos en los que no han querido contratarle por verle “raro”, de amigos y compañeros que no han sabido comprenderle. En conclusión, de una sociedad que no está preparada para comprenderlo, algo que “nunca va a cambiar y que es parte de lo que” es él.
Y así como él, varias personas viven este proceso en una sociedad poco inclusiva con su condición; algunos con y otras sin diagnóstico, “porque el autismo es ampliamente subregistrado porque no hay expertos o profesionales suficientes y porque es difícil de diagnosticar con certeza”, según detalla Gabriela Guzmán, psicóloga clínica. Pero, ¿qué es el autismo y cuáles son los principales retos que tienen quienes lo padecen en Ecuador?
Retos y definiciones
Como él, en Ecuador existen 5.738 personas que presentan registros oficiales con Trastorno del Espectro Autista (TEA), aunque expertos advierten que la cifra real es mucho mayor debido al subregistro y la falta de diagnósticos precisos. “El autismo en Ecuador está ampliamente subregistrado. Muchas familias no logran acceder a una evaluación temprana, debido a la falta de recursos y a que los procesos de diagnóstico pueden ser costosos y prolongados”, explica Guzmán.
El TEA es una condición del neurodesarrollo que afecta la forma en que una persona percibe e interactúa con el mundo. Se caracteriza por dificultades en la comunicación e interacción social, así como por patrones de comportamiento repetitivos y una manera particular de procesar estímulos sensoriales. “El autismo no es una enfermedad que puede curarse, es una forma diferente de percibir la realidad. Las personas autistas experimentan el mundo con otra lógica, con otros tiempos y con una sensibilidad que a menudo no es comprendida”, dice Guzmán.
Historias como la de Julio son comunes en Ecuador. Un estudio publicado en la Revista Ecuatoriana de Neurología reveló que el 26% de los niños con autismo en el país recibió entre uno y cinco diagnósticos diferentes antes de que se confirmara su condición. Además, el 13,75% fue diagnosticado erróneamente con otros trastornos, lo que retrasó su acceso a terapias adecuadas .
Pero el diagnóstico no sólo es tardío, sino costoso. El 46,2% de las familias en Guayaquil y el 23,7% en Quito afirmaron haber gastado más de 1.000 dólares en evaluaciones y tratamientos iniciales para sus hijos . “La atención pública en salud mental es limitada y muchas familias deben recurrir a clínicas privadas, lo que genera una barrera económica enorme”, señala Guzmán.
Mientras tanto, y muchos sin diagnóstico, los niños con autismo viven una exclusión que comienza en las aulas. Aunque Ecuador cuenta con normativas de educación inclusiva, la realidad es diferente. “Hemos acompañado casos de niños autistas que han sido rechazados por colegios privados o enfrentan discriminación en sus aulas. Un adolescente que asesoramos intentó suicidarse dos veces debido al bullying escolar que sufrió por su condición”, relata Vladimir Andocilla, representante de una asociación de padres de niños con autismo (Apada).
Uno de los casos más recientes ocurrió en Quito, donde William, un niño de siete años, fue rechazado por 15 colegios privados debido a su condición . “No querían ‘complicaciones’, así que nos decían que no tenían cupos o que no podían ofrecerle apoyo adecuado”, contó su padre a medios de comunicación sobre el caso.
Pero el problema no es sólo de discriminación, sino de falta de recursos. Según un informe del Ministerio de Educación, Ecuador enfrenta una escasez de psicopedagogos, terapistas de lenguaje y docentes capacitados en educación inclusiva. “No basta con incluir a los niños autistas en la escuela, hay que garantizar que tengan el apoyo que necesitan para aprender en igualdad de condiciones”, enfatiza Andocilla.
Desempleo y poca inclusión
Cuando logran terminar sus estudios, las personas autistas enfrentan un mercado laboral que no está diseñado para ellas. “Algunos han conseguido empleo, pero lo han hecho por esfuerzo personal y familiar, no porque existan políticas públicas inclusivas”, explica Andocilla.
En Ecuador, las empresas no cuentan con protocolos claros para la contratación de personas neurodivergentes, y los espacios laborales suelen ser hostiles. “Si visitas cualquier empleo, verás oficinas llenas de ruido, luces intensas y estímulos que pueden ser abrumadores para alguien con autismo. Pero no hay normativas que obliguen a las empresas a hacer ajustes”, dice el activista.
Según un análisis de la Universidad Andina Simón Bolívar, el 80% de los adultos autistas en Ecuador está desempleado o subempleado. “Y no es que no quieran trabajar, sino que las empresas no entienden cómo integrar a personas con neurodiversidad en sus equipos de forma adecuada y con una inclusión real”, sostiene.
Pero al ser un espectro, hay diversos niveles de la condición. Y para quienes tienen autismo severo, la situación es aún más crítica. “Las personas con mayor grado de dependencia, dependen completamente de sus familias. ¿Qué pasa cuando sus padres mueren? No hay hogares de acogida ni mecanismos para garantizar su bienestar a largo plazo. Quedan desamparados”, denuncia Andocilla.
En Ecuador, los apoyos estatales son insuficientes. Los bonos económicos sólo cubren a una parte de la población, y no existen programas estatales de asistencia domiciliaria para personas con discapacidades severas. “Lo ideal sería contar con equipos de apoyo: terapistas, enfermeros, cuidadores. Pero hoy, eso no existe”, agrega Guzmán.
Una deuda pendiente del Estado
El problema de fondo, según los expertos, es la falta de políticas públicas claras. “El Estado ecuatoriano tiene la obligación de garantizar los derechos de las personas con discapacidad, pero ha fallado en la implementación de medidas reales para la inclusión de la población autista”, señala Andocilla.
En el ámbito educativo, el sistema carece de suficientes especialistas y recursos. En lo laboral, no existen normativas que obliguen a las empresas a hacer adaptaciones para trabajadores autistas. Y en lo social, la discriminación sigue siendo una barrera enorme.
Por eso, organizaciones como la de Andocilla han tomado la iniciativa de promover campañas de sensibilización. “El 6 de abril organizaremos una caminata en Quito y otras ciudades por el Día del Autismo. Queremos que la gente entienda que el autismo no es una tragedia, sino una forma diferente de ser”, enfatiza.
Julio Garzón, a pesar de todo, ha encontrado su espacio. Hoy trabaja en una empresa donde ha podido desarrollarse profesionalmente, aunque sigue enfrentando retos. “Aún me abruma el ruido, aún me cuesta socializar, pero al menos ahora sé por qué soy así. Y eso me ha dado tranquilidad”, dice.
Sin embargo, sabe que su historia es la excepción. “Yo tuve suerte de recibir un diagnóstico, aunque tardío. Pero hay miles de personas en Ecuador que nunca lo reciben. Que viven su vida sintiendo que algo está mal con ellos, cuando en realidad el problema es una sociedad que no está preparada para entendernos”.
En Ecuador, la deuda con las personas autistas sigue pendiente. Sin políticas inclusivas, educación adaptada y programas de empleo accesibles, el país seguirá siendo un lugar hostil para quienes, como Julio, solo buscan vivir libres, sin ser juzgados por ser diferentes.
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