En cada libro, un recuerdo; en cada estante, una historia. Aunque las bibliotecas de Quito ya no tienen los cientos de usuarios al día que tenían antaño, siguen vivas y sus páginas se siguen leyendo. Sólo entre dos de ellas, recibieron casi 50.000 usuarios en 2024. Lee esta crónica, cuyo recorrido es capaz de mostrarte el aroma del papel y el color de los viajes a través de los libros.
POR: Paola Simbaña Ramos
1.
Se trata de un olor beige, como a páginas amarillentas y avejentadas, que llena el aire al cruzar las puertas de la biblioteca. Ese aroma, aunque suave, es persistente, y guarda tras de sí muchas historias, relatos que permanecen en las estanterías a la espera de ser leídos. Un olor que envuelve como un abrazo cálido con el que el tiempo se detiene. Las bibliotecas de Quito han cambiado a lo largo del tiempo; y hoy enfrentan retos, aunque siguen siendo refugio para quienes quieren viajar a otros mundos a través de los libros.
La avenida Patria retumba con el constante ir y venir de autos, mientras la gente atraviesa el parque El Ejido con prisa. Parece que afuera el tiempo corriera a contrarreloj. Pero al cruzar el umbral de la biblioteca de la Casa de las Culturas todo ese trajín se desvanece. Apenas hay movimiento, solo hay quietud alrededor de las mesas. Al fondo, una persona en medio de estanterías, libros apilados en una mesa y un monitor en su escritorio. Se trata de Jorge Coloma, el bibliotecario, quien ha trabajado durante 30 años en este lugar.
“La afluencia del público ya no es como antes”, dice Coloma en tono melancólico. En la biblioteca se extiende un susurro de silencio, aunque hay un eco de voces lejanas que se interrumpe con el sonido de un celular, mientras con la mirada fija Jorge Coloma cuenta que, cuando recién empezó a trabajar en la biblioteca —entre los 80’s y los 90’s—, de lunes a viernes atendía entre cuatrocientas o quinientas personas diarias. “Para un sábado, uuuuuf faltaba manos —dice Coloma—; siquiera (venían) unas mil personas o un poco más”. En los años siguientes, “más o menos desde el 2000 y piquito empezó el descenso”. Mientras sus manos se empiezan a mover, el bibliotecario cuenta que en la época en que había mucha gente no se dependía de las computadoras. Entonces ríe: “Ahí la única computadora que funcionaba era el cerebro, porque la actividad del bibliotecario no sólo es saber si tiene o no tiene el libro, sino revisar los temas, leer e investigar para ayudar al usuario; si no, no le vamos a poder atender muy bien que digamos. Saber los autores, qué títulos tienen los libros…”.
Cuando se integró a la biblioteca, en 1986, tenían que dividirse en jornadas para atender a tanta gente. De lunes a viernes, la primera jornada era de 09:00 a 13:00 y por la tarde de 15:00 a 18:00, o incluso hasta las 19:00. Se empezó a atender los sábados desde las 08:00 hasta las 19:00 y el domingo hasta las 13:00.
Aquello que cuenta Coloma contrasta con lo que hoy se ve en el lugar: sólo dos usuarios sentados en diferentes mesas. Y hoy en día, la atención es sólo de lunes a viernes, de 08:30 a 17:00 y el lugar ya nunca luce abarrotado; máximo atiende a unas 15 personas diarias. “Hay días topes que tenemos usuarios de 25 a 30; pero de esos tal vez son para pedidos de libros. El resto es para ocupar los espacios, para hacer deberes, reuniones de trabajo o para usar el internet. Sí, es un choque inmenso”, dice Coloma.
En el lado izquierdo de la biblioteca, las luces de unas vitrinas bañan las revistas que allí reposan, y los costados están custodiados por una máquina de escribir antigua, de bronce con curvas en su estructura metálica. Las teclas, grandes y pronunciadas, sobresalen como pequeños botones.
“Empezó a bajar la asistencia de usuarios cuando llegó una nueva época de tecnología, las TIC’S que llamamos ahora —comenta Coloma, ahora en tono calmado—. Entonces, ya hubo mayor acceso a las computadoras, al internet, a las bibliotecas digitales, a los libros pirateados. Yo me acuerdo libros de medicina que costaban 300 dólares. ¡Un solo libro! Imagínese comprar aquí y prestar al usuario, pero muchos necesitaban tenerlo en casita. (…)”.
El bibliotecario recuerda que los libros de matemáticas eran los más solicitados. “El Álgebra de Baldor para arriba y para abajo”, dice, y vuelve a sonreír. Después seguían los libros de Literatura e Historia.
Entonces, llega un señor de mediana edad con mochila, se acerca hasta el bibliotecario y le pregunta por un carnet para la biblioteca. Coloma mueve su cabeza de arriba hacia abajo y se mueve tres o cuatro pasos hacia el lado derecho del mostrador. Le indica al señor que esos carnets son para la red de bibliotecas municipales y que una de ellas se encontraba al cruzar la avenida 6 de diciembre, detrás de la parada del Metro de El Ejido.
Tras la pequeña interrupción, retoma la conversación. Recuerda una anécdota: «Los estudiantes pedían mucho un libro de administración de empresas. Con mucho esfuerzo, la Casa compró el libro. En el período de vacaciones, los estudiantes de Administración de la Universidad Central solían venir. Entonces, llegó un grupo de estudiantes y no se demoraron más de 10 minutos ni usaron las copiadoras que había, enseguida se fueron. Luego llegó otro grupo que pidió el mismo libro y le dijeron: ‘Señor, aquí no está lo que necesitamos’”… Levanta un poco el tono de voz y cuenta: al revisar, vio que los otros estudiantes habían arrancado hojas al libro.
“No sé si le conoce a él”, dice mientras su mirada se fija en la entrada de la biblioteca. “Es uno de los actores famosos”. Pero no se distingue la silueta de la persona que va caminando de espaldas en el pasillo tras la salida de la biblioteca. “Eso es lo bueno de trabajar aquí —sigue Coloma—. Se ha conocido a personajes de literatura, de artes escénicas, de la música, de todo. Se les va conociendo y se les saluda”.
Al final se pregunta: ¿Qué pasa con el futuro de la biblioteca? Y enseguida se responde: “Yo digo que sí, que las bibliotecas sí van a existir para rato. Algún rato estos libros se han de convertir en patrimonio”.
2.
Frente a la iglesia de El Sagrario se levanta la biblioteca municipal Federico González Suárez. Está en la calle García Moreno, diagonal a la Plaza Grande, en un centro histórico que se despliega como un tesoro de la ciudad. Es una edificación de ventanales amplios, con más de 130 años de vida, según la ‘Breve historia de la Biblioteca Municipal de Quito: más de 25 lustros entre libros’.
En julio de 1866 nació la Biblioteca del Concejo de Quito. Santiago Vizcaíno, coordinador de la Red Metropolitana de Bibliotecas de Quito, detalla que tiene la tradición bibliográfica “más grande de la Red. Fue la primera biblioteca pública del país y tiene varias salas: de ciencias aplicadas, ciencias puras, historia, arte y literatura, sala infantil, la sala de internet, el fondo antiguo y nuestra hemeroteca”. Hoy en día, forma parte de la red de bibliotecas del Municipio. “Aquí se concentra la mayor cantidad de ejemplares y de títulos que tenemos en nuestra red, las otras bibliotecas son mucho más pequeñas”, dice Vizcaíno. 7 bibliotecas son parte de esta red. Además de esta están las de Calderón, Llano Grande, El Ejido, San Marcos, Tumbaco y Píntag. Su horario de atención es de 08:00 a 16:30.
Para ingresar a la biblioteca Federico González Suarez hay que pasar una entrada de arquitectura colonial. Tras unos diez pasos se levanta una puerta de vidrio que da la bienvenida a la sala principal: la de literatura. 10 filas de estanterías cubren el primer piso, rodeadas de 11 mesas de lectura para cuatro personas cada una. Casi en toda la sala, iluminada por el techo translúcido se encuentra una mesa ovalada blanca estilo minimalista, sobre la que dos personas leen el periódico. Una de ellas, un señor de cabellera blanca, sostiene el periódico con firmeza, tanto que el papel tiene una ligera tensión. Mientras en su mano derecha sostiene un esfero, sus ojos van recorriendo las líneas del papel, sin desviar la mirada ni un instante, como si el mundo a su alrededor no existiría. Al fondo de la biblioteca un rincón acogedor: unos pequeños sillones verdes, solitarios, con una mesita central y unas gradas que son la conexión con el segundo piso, donde están 10 computadoras.
En el segundo piso, la sala de ciencias aplicadas es mucho más angosta y luce menos solitaria por su tamaño. Al ingreso está un señor con varios documentos esparcidos en la mesa y a un costado, en una mesa pequeña, una chica de larga cabellera con su laptop. En la mitad de la sala se encuentra la bibliotecaria y diagonal a ella está Washington Moreno, sentado, en calma. Lleva una gorra azul que le cubre su cabello y una chompa café, amplia y abultada, que lo abriga contra el frío. Con los codos apoyados sobre la mesa, sus brazos descansan sobre un libro abierto. En la biblioteca hay un silencio absoluto. Moreno aclara su voz y dice que desde hace dos años va casi a diario para leer. Actualmente, lee sobre geriatría y gerontología. “Aquí explican en qué consiste una enfermedad, un padecimiento o cómo puede neutralizar el problema”, dice. Y que quienes le atienden son amables. «Vengo aquí entre una hora y una hora y media», continúa, pues la biblioteca queda cerca de su oficina, ubicada en La Alameda.
Confiesa que siempre acude a la sala de ciencias aplicadas, porque le gusta leer ese tipo de textos como el que ahora lee: su libro favorito que siempre pide porque “está muy vinculado” a su vida, su comportamiento, su salud y su edad. “Ahí me puedo enterar de todo tipo de enfermedades que aquejan a las personas de 65 años”, cuenta.
Unos pasos más hacia el sur de la edificación colonial se encuentra la sala de ciencias sociales, un rincón privilegiado dentro de la biblioteca. Desde aquí se puede ver el patio central, donde las palmeras se alzan. En el centro hay una pileta de piedra y, detrás de ella, como si cobraran vida, estatuas de metal reposan a lo largo del corredor. La sala de ciencias sociales tiene siete ventanales que dan a la calle García Moreno y proporcionan la luz natural que inunda el espacio y da vida a las mesas de lectura. Algunas de ellas, unipersonales, están ubicadas cerca de los ventanales, permitiendo que los lectores se pierdan en los libros.
A las 11:00 de la mañana, dos hombres llegan a la sala. Uno de mediana edad, el otro más adulto. El mayor, un hombre de 66 años, se dirige al escritorio de la bibliotecaria y saluda con familiaridad. Usa traje azul marino, combinado con un buzo blanco, «Dejé mi libro en la mesa», le dice a la bibliotecaria, mientras mira a una mesa con ruedas llena de varios libros, que está en la esquina del escritorio que ocupa la bibliotecaria. Toma el suyo y se dirige a una mesa pegada al ventanal, donde reposa un geranio, la flor característica de Quito.
Julio Arroyo es un usuario constante de la biblioteca desde hace cuatro o cinco años. Se acomoda en una mesa, mientras apoya el libro con suavidad, como si estuviera acariciando cada página. Con voz baja, pero convincente comenta que comenzó a ir a la biblioteca después de encontrar un “librito que le llamó mucho la atención”. Su lectura actual es El problema del conocimiento, de Ernest Cassirer.
Arroyo detalla que el tiempo que dedica a la lectura varía, dependiendo de lo que surja en su día, pero generalmente se toma entre 30 minutos y dos horas. La biblioteca se ha convertido en su lugar tranquilo, un espacio “adecuado” para su lectura. Recalca que lo que lo ha hecho regresar una y otra vez es la atención amable que recibe de la bibliotecaria. “El trato y la atención son excelentes”, comenta y dice que eso lo engancha.
“No tengo un día específico ni hora para venir, pero acudo tan pronto como me es posible”, explica. En ese momento, a través de las ventanas, se escuchan los gritos de los vendedores ambulantes de la calle, que contrastan fuertemente con el silencio de la biblioteca.
Los libros favoritos que ha leído en esa sala son las Obras de Platón y uno de Carlos Marx. «Qué diferente es la tecnología», reflexiona. “Para mí es muy importante tocar el libro, sentirlo, hojearlo. Esa es la verdadera experiencia. Esa característica única y exclusiva la tenemos los verdaderos lectores, los que no simplemente aplastan un botón y ya tienen todo al alcance. Si a alguien le gusta la lectura, yo le recomiendo que vayan a las bibliotecas y cumplan con este requisito: leer el libro y tocar el libro”.
A las 11:41, un hombre entra en la biblioteca con paso tranquilo. Lleva una chompa con capucha gris y habla bajito, como si quisiera pasar desapercibido. Se acerca al escritorio de la bibliotecaria y la saluda amablemente. “Vengo a entregar el libro”, le dice. Mientras la bibliotecaria saca una carpeta del escritorio y empieza a buscar el carnet de la biblioteca, él señala el libro y le pide que le dé un “papelito” en el que tiene anotada la fecha de su cita médica. La bibliotecaria asiente y, tras un breve momento de búsqueda, encuentra el papel escondido entre las páginas. Lo toma y se lo devuelve amablemente. El libro que el hombre acaba de devolver es ‘Líder resonante crea más’, de Daniel Goleman. Se despide y sale de la sala.
“Cada biblioteca tiene una circunstancia particular”, dice Vizcaíno. “Esta del centro histórico recibe una diversidad de usuarios, donde están habitantes de calle, migrantes, niños, hijos de comerciantes del centro histórico. Entonces, también la biblioteca, sobre todo esta, se ha vuelto un lugar de cuidado y acogida también. En nuestra sala infantil hay muchos chicos de personas que están laborando durante el día, que están siendo atendidas por nuestras bibliotecarias a través de mediación lectora, se les ayuda con la tarea también. En la sala de internet acceden muchas personas en situación de calle, sobre todo, muchos migrantes y también hay lectores que han sacado su carnet y que son usuarios frecuentes del centro histórico”.
En la biblioteca Federico González Suárez en 2024 hubo 27.566 usuarios, mientras que en 2023 llegaron 37.371. Uno de los servicios más usados es la sala de internet, con 6.019 visitas en 2024, afirma el director de la Red metropolitana de bibliotecas, aunque recalca que han incrementado el uso de la sala de arte y literatura, que es la sala más grande y que el año pasado llegó a recibir a 5.548 personas. Aunque, en la biblioteca del centro histórico, el año pasado hubo 9.805 menos personas que en 2023, Santiago Vizcaíno lo atribuye a que han aumentado los usuarios en las otras bibliotecas, sobre todo, en El Ejido. “Entonces, la gente prefiere ir a El Ejido que venir acá a la biblioteca municipal y tiene el mismo título, entonces, no tienes que venir hasta acá al centro”. Además, indica que la sala infantil también es bastante concurrida: “Este año ha tenido 4.384 usuarios”.
3.
La biblioteca de El Ejido es de estilo minimalista y se encuentra a un lado del parque, en la avenida 6 de diciembre, tras la parada del Metro. En medio del césped verde, decenas de personas caminan apresuradamente, muchas salen de la parada de este medio de transporte. Hacia el lado occidental se ubica el ascensor para acceder al Metro y detrás de este una pequeña casa con paredes de cristal y una pared pintada al estilo urbano. Esta pared está llena de grafitis, ‘Bohe’ se lee y se observan varias figuras entre colores celestes y casas que parecerían evocar la arquitectura colonial del centro histórico. Esta es una biblioteca pequeña. Tras pasar una puerta de vidrio, que está custodiada por el guardia, hay tres estanterías de un metro cincuenta de altura. En estas reposan algunas revistas y otros libros.
Con la vista hacia el parque El Arbolito hay tres mesas divididas en cuatro, con computadores. Todas están ocupadas, mientras se escucha el constante sonido de las teclas que son golpeadas por cada dedo. Tres estanterías de un metro albergan libros de todo tipo, de literatura y de cocina. De acuerdo con Santiago Vizcaíno, la biblioteca de El Ejido es la más grande luego de la biblioteca Federico González Suárez. En 2024, acogió a 19.536 usuarios y en 2023, llegaron 12.296 personas: un incremento de alrededor de 7.000 usuarios el año pasado. Vizcaíno atribuye el aumento de usuarios a varios factores como: aumento del fondo bibliográfico, acceso a internet, la parada del Metro, servicio de mediación de lectura, entre otras actividades.
Hacia el lado occidental de la biblioteca hay un pequeño rincón de colores con pequeñas estanterías y sillones diminutos que parecerían transportar a quien lo ve a una pequeña casa de muñecas, acompañados de formas hexagonales, como sacadas de un cuento infantil. La bibliotecaria comenta que la parte infantil se readecuó en 2023 y a inicios de 2024 tenía un promedio de 300 usuarios a la semana.
El 19 de enero de 2024, se creó el carnet de usuario de la Red metropolitana de bibliotecas, que sirve para acceder a los libros en las siete bibliotecas que son parte de esta red y que también permite que los usuarios se lleven prestados los libros por un tiempo de 15 días y el préstamo puede ser renovado hasta tres veces, indica Vizcaíno. El carnet se puede tramitar en la biblioteca Federico González Suárez. En el segundo piso, un encargado toma sus datos personales y una fotografía. Vizcaíno detalla que para obtener este documento es necesaria una planilla de servicio básico y la cédula de cada persona, para tener los datos de la persona que va a ser uso del carnet. “Necesitamos una planilla de agua, de luz o teléfono para verificar la vivienda en el caso de que necesitemos ir a recoger el libro, por ejemplo, en personas que a veces no van a hacer la devolución del libro. Entonces, vemos el mecanismo por el cual podamos saber dónde vive la persona y poder recuperar el ejemplar”, comenta.
Tras realizar este proceso el carnet se imprime en un material de PVC con un fondo de color azul, con los nombres, número de cédula y fotografía del usuario. Al revés el diseño del documento se integran figuras representativas que el Municipio utiliza para simbolizar distintos aspectos de la capital.
Con ello, “el usuario obtiene ya la posibilidad de acceder a nuestro catálogo en línea, a través del carnet y revisar qué ejemplares tenemos disponibles. Se puede reservar a través de nuestro catálogo en línea, renovar los ejemplares en el caso de que se requiera más tiempo para dar lectura. Entonces, es un servicio más integral”, asegura el director.
Tras un año de la implementación de este programa, este lunes, el alcalde de Quito, Pabel Muñoz, otorgó un reconocimiento a los mejores lectores y les otorgó un carnet especial de bibliotecas. Ellos fueron la niña Paula Yáñez, quien leyó 72 libros; y Wilson Yépez, que leyó 113 libros. Vizcaíno dice que, al hacer un cálculo, si Yépez hubiera comprado los libros que leyó a un precio de $10, respectivamente, habría tenido que invertir alrededor de $1.000, por lo que “es un ahorro para el ciudadano y una ventaja para los lectores”.
📚 #FrecuenciaQuiteña | Con orgullo reconocemos a Paula Yáñez y Wilson Yépez como verdaderos embajadores de la lectura. Su amor por los libros los llevó a leer 72 y 113 obras en 2024, aprovechando la Red Metropolitana de Bibliotecas y demostrando que la lectura transforma vidas.… pic.twitter.com/m2yqRmPcDs
— Municipio de Quito (@MunicipioQuito) February 17, 2025
“Las bibliotecas son un ejemplo de resistencia frente al fenómeno de la globalización y la digitalización masiva de los contenidos, pero estamos regresando a una época en la cual se está repensando los modos de educar a nuestros niños y nuestros jóvenes”, concluye el director de la Red metropolitana de bibliotecas.