A profundidad
Édison Cosíos y una batalla que no se da por perdida
agosto 13, 2018


Texto: Desirée Yépez/ Fotografía: Gianna Benalcázar

Ella lava la piel pálida de su hijo, centímetro a centímetro. Recorre, con devoción, su cuerpo con un trapo blanco. Vilma moja la tela en una lavacara azul, la friega contra una barra de jabón, la exprime y recorre el rostro, el cuello, las orejas, los hombros, el torso, los muslos, las piernas y los pies de Édison. A ratos llora. No es una escena bíblica, ni una representación de La Piedad, de Miguel Ángel. Es la rutina que la familia Cosíos cumple desde 2012. Ella cuida del cuerpo postrado que reposa desde hace casi siete años en una cama. Desde ahí, batallan.

Édison Cosíos mide 1,84 mts y pesa 54 kilos. Tenía 17 años cuando, tras ser impactado por una bomba lacrimógena, perdió el 65% de masa encefálica. A sus 24 años sobrevive con el 35% del cerebro. El teniente Hernán Salazar fue declarado culpable de la lesión que se produjo tras una protesta estudiantil en el Colegio Nacional Mejía, centro de Quito. Además de cumplir cinco años de prisión, debía cancelar $100 mil dólares de indemnización. El Policía se declaró insolvente y el dinero no llegó.

La situación es desgastante. Terrible, en palabras de Vilma Pineda. “Si hubiéramos tenido una indemnización económica, pudiéramos aceptar que el Ministerio de Salud nos dé lo que pueda, pero una como madre, como padre, no puede ver a su hijo sufrir o estar a la espera de que ellos tengan ganas de hacer las cosas”, dice mientras seca el cuerpo de su tercer hijo.

La señora que dejó su trabajo en una fábrica para cuidar del exestudiante del Mejía funciona como una enfermera más en el cuarto que luce como el de un hospital: hay nebulizador, tanque de oxígeno, silla de ruedas, cama mecánica. Ella, al igual que la auxiliar, viste una bata celeste, porta guantes plásticos, pega y despega esparadrapos, lava el traqueostomo metálico que Édison tiene en la mitad de su cuello. “Suelte, mi amor, suelte”, le dice mientras estira sus piernas y brazos como parte de la fisioterapia que se le practica dos veces al día. Mientras tanto, su esposo, Manuel Cosíos, prepara los alimentos.

Todos los días come quinua. Además, pulpa de res, hígado, papa, zanahoria blanca, tres huevos enteros más cuatro claras, pitahaya, ciruela, suplementos vitamínicos. Se alimenta a través de una sonda que se conecta directamente a su intestino. Édison tiene anemia crónica.

Vilma denuncia que a su hijo no se le da un seguimiento médico, a pesar de lo delicado de su situación. Es decir, los chequeos los realiza el doctor que esté de turno en el Hospital General Enrique Garcés, no necesariamente un especialista. Los controles se realizan “cuando uno molesta, presiona, no tenemos fecha. Así las cosas se complican”.

Por ejemplo, en octubre del año pasado (2017), luego de la visita de una asesora de la ministra de Salud, Verónica Espinosa, se consiguió una revisión en el Hospital General Docente de Calderón (HGDC). “Ese día ingresamos a las 12:00 y en la noche empezó a convulsionar… Días antes, tenía movimientos raros y por eso pedíamos que le valore el neurólogo, pero no pasó”. Cosíos se agravó. Una vez más, no tenía esperanza. “Me dijeron que en cualquier momento entra en un paro”, recuerda su madre. Pero no pasó. Sin embargo, tras la crisis, se diagnosticó una serie de complicaciones que se desconocían: diabetes insípida, problemas del riñón, uretritis (inflamación de la uretra). “De milagro, Dios sabrá por qué, mi hijo sigue con vida”, comenta ella mientras pone crema en su espalda.

Aunque tiene un problema de infecciones, Édison está estable. “Él orinaba normalmente, pero le pusieron una sonda, le practicaron una cistostomía por donde orina”, explica Vilma.

Y está cansada. Ella y su esposo están agotados de exigir a las autoridades que cumplan con su palabra. “El compromiso del Gobierno anterior fue darnos todo, en insumos, en medicamentos. Los primeros años se podría decir que se cumplió. El Presidente (Correa) aceptó que era un crimen de Estado, nos dijo ‘están en todo su derecho de seguir un juicio’”. Lo intentaron pero, hasta el momento, tampoco hay resultados.

En junio pasado, los padres demandaron al Estado porque están “cansados de rogar” para que su hijo reciba la atención médica que necesita. Sin embargo, el Tribunal Contencioso Administrativo inadmitió el trámite, por considerarlo extemporáneo.

Cuando se refiere al tema, Vilma habla con despecho, desganada. «Ahí estamos. Es una preocupación porque no sabemos qué va a pasar. No contamos con una indemnización de parte de los policías ni del Estado. Aparentemente no habrá ningún resultado favorable. Nadie se ha hecho presente. Estamos en manos de Dios, nada más». La angustia también es el resultado de la situación laboral de su marido. Manuel Cosíos trabaja en la empresa pública Fabricamos Ecuador (Fabrec), en donde ha estado impago durante varios meses. “¿Qué vamos a hacer? Las cosas se complican”. Su hija los ayuda económicamente.

Según el Ministerio de Salud Pública (MSP), desde noviembre de 2013 se ha cumplido con la atención domiciliaria. También señala que los medicamentos se entregan directa y mensualmente, de acuerdo a las indicaciones. “Anualmente, las atenciones médicas, terapias y cuidado de enfermeras en casa representan más de $132.500, las medicinas $8.840 y las entregas a domicilio y retiro de desechos infecciosos más de $1.740. El equipamiento en la vivienda y ayudas técnicas han representado $19.100. En este año se destinarán $1.870 en renovación de equipos”, se informó en junio a través de un comunicado.

“Ya, precioso”, le dice Vilma a su hijo, cuando termina de atar los cordones de sus zapatos y se dispone a sentarlo en la silla de ruedas. Cubre su cabeza con un gorro blanco, ahí persiste la huella de lo ocurrido el 15 de septiembre de 2011. Lo envuelve en un par de cobijas y lo lleva a la sala, donde Manuel espera con la comida lista. “Entre semana ve novelas y los fines de semana le pongo política”, cuenta la mujer y enciende el televisor.

Édison Cosíos, a quien incluso declararon muerto tras el impacto de la bomba, se mueve. Reacciona al dolor, sonríe, obedece órdenes. Llora. Cuando escucha a sus padres hablar de la situación que atraviesan, unas lágrimas empiezan a rodar por sus mejillas. “Tranquilo, papito, tranquilo”, lo consuela Vilma y lo besa.

Lo rodea con sus brazos. Lo contempla. Lo acaricia. Y no, esta tampoco es una escena bíblica. Tampoco es una representación de La Piedad, de Miguel Ángel. Son una mujer y su hijo que se aferran a la vida.

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