Historias Ecuador Chequea
“Siento que todo se está hundiendo”: testimonio en Quito sobre la crisis eléctrica
octubre 25, 2024

Aunque la Ministra de Energía haya dicho que el más perjudicado con los apagones es el Presidente, en las calles, las consecuencias saltan a la vista entre la frustración y la molestia de los ciudadanos. Una crónica. 

POR: Juan Camilo Escobar

María Fernanda, profesional quiteña del marketing digital, a sus 32 años de edad, cuenta que ha encontrado en el teletrabajo la solución perfecta para equilibrar su vida laboral y personal. Desde que la pandemia de Covid-19 la forzó a quedarse en casa, su sala de estar, antes un espacio familiar, se ha convertido en una oficina improvisada. Entre reuniones virtuales y campañas digitales, la flexibilidad del trabajo remoto le había permitido organizar su vida con cierta armonía. 

Pero esa rutina, tan frágil o tan fuerte como su conexión a internet, se rompe cada vez que llegan los apagones.

Al mediodía de un martes, María Fernanda, frustrada por el último corte de electricidad, decidió salir de casa en busca de una alternativa para poder continuar su jornada. Llegó al Mall El Jardín, en el centro norte de Quito, y se unió a un pequeño grupo de personas que, como ella, luchaban por mantenerse conectadas. 

Allí, en el bullicioso patio de comidas, 16 personas en total, compartían los conectores de una “estación” de recarga de teléfonos, convertida en un oasis temporal de energía en medio de la quinta semana consecutiva de apagones.

Entre cargadores y cables, las miradas se cruzaban. Todos comparten la misma sensación de precariedad. María Fernanda revisa su teléfono, esperando que la batería recargada dure lo suficiente para terminar un último informe.

“Antes, podía trabajar hasta altas horas de la noche, con una taza de café y mi computadora. Ahora, tengo que planificar mi jornada laboral en función de los horarios de los cortes de luz. Cada minuto es una cuenta regresiva del próximo apagón”, añade, con una mezcla de resignación y desesperanza, luego de quejarse que la noche anterior guardó sus documentos en una memoria USB “porque la nube estaba muy lenta”. 

Cada apagón, bromea con amargura, es un recordatorio absurdo de que incluso en la era digital, los problemas más básicos podían paralizar nuestras vidas. “Antes, el tiempo se me escapaba trabajando”, suspira.

En este patio de comidas, ahora convertido en una oficina temporal para teletrabajadores afectados por los racionamientos eléctricos, Leonardo Clavijo, un profesional independiente de 45 años, intentaba continuar con su trabajo. Clavijo, quien elabora informes de inspección solicitados a diario por compañías de seguros, explica cómo la falta de luz ha complicado sus labores: “Es una gran pérdida de tiempo trasladarme hasta aquí, aunque tengo la suerte de vivir cerca. Son muchas horas sin luz y eso afecta mucho a todos”.

Katia Guerra, asistente de salud y seguridad ocupacional de 25 años, también usaba los enchufes del patio de comidas para trabajar con su laptop. Sentada en una mesa estrecha, con forma de un extenso rectángulo, apenas había espacio para su computadora.

“Se ha vuelto muy complicado seguir trabajando cuando se va la luz. Cada día es un desafío. Vivo en el sur y tengo clientes aquí, así que debo movilizarme, encontrar un lugar para cargar el teléfono e incluso contratar un plan de datos porque aquí no hay internet”, comentó.

Para muchos teletrabajadores, llegar al centro comercial o a cualquier punto en el centro norte de Quito, conocido por los urbanistas como el “hipercentro”, representó un desafío adicional. La urgencia por retomar sus labores se vio frustrada por el tráfico, empeorado por los semáforos fuera de servicio a causa de los apagones.

PÉRDIDA DE TIEMPO

En algunos casos, agentes de tránsito, sudando bajo el intenso sol, trataban de poner orden en medio del caos vehicular. En otros puntos, como en la intersección de la avenida La Prensa y El Inca, cerca de la estación El Labrador del Metro de Quito, el flujo de vehículos quedó en manos de los propios conductores, que intentaban maniobrar entre automóviles atravesados sin ninguna coordinación.

Consultados sobre esta situación, agentes de tránsito y ciudadanos contaron historias de adaptación forzosa a una nueva rutina: vivir al ritmo de aparatos e infraestructuras, públicas y privadas, que se apagan y encienden como un interruptor caprichoso.

Patricio Panchi, al volante de un taxi de la cooperativa Santa Lucía, comenta que no sólo se trata de que “toda la ciudad está hecha un caos con esto de los semáforos apagados”, si no que se han agravado los problemas de inseguridad: “Ya a dos compañeros les han robado en carreras que adrede les piden a dónde no hay luz, en lugares bien alejados como en Guamaní. Por eso, hemos optado trabajar un poco menos, pero con más seguridad, por nosotros mismos”.

Luis Padilla, también conductor de un taxi de la cooperativa TaxMarriot, comentó: “Los apagones nos están afectando más porque ya no había trabajo. Ahora con semáforos apagados, estos embotellamientos nos están dañando las horas buenas”.

Así, en medio de este caótico tráfico, con el cabello desordenado, su laptop en una mochila y un maletín repleto de cables y dispositivos, Sebastián, un joven de 24 años, viaja en uno de los autobuses del Corredor Central Norte, atrapado en una fila interminable de vehículos. 

Sebastián cuenta que ha desarrollado una rutina con la que intenta equilibrar la búsqueda de Wi-Fi y la necesidad urgente de atender vía remota a clientes con problemas de software, como diagnóstico y optimización de rendimiento, configuración e instalación de aplicaciones, restauración de archivos dañados o perdidos, etc.

“Al principio, traté de trabajar desde casa”, recuerda, mientras mira por la ventana del autobús, observando cómo los semáforos apagados contribuyen al desorden. “Pero cada vez que se iba la luz, era como si mi mundo se desmoronara. Imagínese, así me estreno en mis primeros tres meses de mi primer trabajo”. 

La incertidumbre de los cortes de electricidad lo llevó a hacer cambios drásticos en su vida diaria, lejos del taller y de su casa. “Ahora, tengo que estar preparado para lo inesperado. He aprendido a llevar el taller en la mochila”, comenta, con un ligero suspiro.

Sebastián también cuenta que, cuando los apagones se volvían inminentes, se aseguraba de cargar su laptop y teléfono con doble protección: tanto con un regulador de voltaje “de los buenos” como con cortapicos, “también de los buenos, no de los genéricos”. 

Además, dice, que tras consultar y confirmar los más recientes horarios de cortes, deja listo en la noche anterior un itinerario con puntos estratégicos donde podría conectarse a Internet. “He convertido cafés y espacios públicos en mis oficinas”, dice, esbozando una sonrisa irónica. “A veces tengo que trabajar en la mesa de un café, tratando de que no me interrumpan mientras busco señal. No es fácil concentrarse en un lugar lleno de distracciones”, reconoció, mientras se acomodaba en el asiento del bús.

“Cuando el trabajo se vuelve tan incierto, no sólo siento que todo se está hundiendo, sino que también me pregunto si realmente vale la pena seguir aquí”, dice luego de confesar que piensa seriamente, en la posibilidad de emigrar a Estados Unidos y desarrollar allá su carrera de informático. “Yo sólo quiero trabajar y seguir adelante”, continuó, “pero es difícil cuando todo está en un estado de caos. Las interrupciones me están costando a mí y a mis jefes no sólo tiempo, sino también la confianza de los clientes en el taller”. 

“Por ahora”, bromea con un poco de ironía, “la única app que podría funcionar es una que te diga dónde hay Wi-Fi libre de apagones. Ya en serio, sí sería bueno un servicio que conecte a teletrabajadores con espacios adecuados para trabajar no sólo durante los apagones, sino de forma permanente, pero que no te cobren ocho dólares la hora, y eso de promoción, como en ciertos coworkings”. En sus ojos brillaba una chispa de desafío, pero también un rayo de cansancio. Se acordaba cómo aprovechaba las largas horas después del trabajo en las que pasaba programando, anhelando el día en que pudiera construir su propia empresa informática.

AFECTACIONES COTIDIANAS

Unos minutos después de las 16:00, las luces parpadean y se apagan, sumiendo las calles y locales comerciales de El Condado Bajo, en el norte de Quito, en un inquietante vacío. La falta de energía se ha convertido en un dolor cotidiano para los vecinos, afectando su vida diaria.

Sin embargo, en la calle San Francisco de Rumihurco, algunos vecinos aseguran que no han experimentado ninguno de los apagones que comenzaron el 18 de septiembre.

Sin una explicación clara para esta suerte, los vecinos especulan que su inusual estabilidad podría deberse a su ubicación estratégica, su cercanía a una planta de agua potable y a la Escuela Militar Eloy Alfaro, y, sobre todo, a que la calle que conecta con la parte alta del noroccidente es considerada como “zona roja”.

A pesar de su estrechez, esta calle soporta una de las cargas de tráfico más pesadas de la ciudad, con miles de vehículos que trasladan personas y mercancías hacia y desde barrios altos como La Roldós, La Pisulí, Tiwintza, La Leticia y Tenerías.

Apurada, cargando en sus manos una laptop, un cargador y un teléfono celular, la profesora Martha Rojas ingresa a la casa de una vecina, quien le permite utilizar su Wifi para conectarse a sus clases virtuales. Con la urgencia de comunicarse con sus estudiantes, Rojas sólo alcanza a decir que esta alternativa de emergencia, a pocos metros de su hogar, es posible gracias a la solidaridad y empatía de su vecina.

María Esther, como prefiere que la llamen, sin mencionar su apellido, comenta que esta escena se ha vuelto habitual. A menudo, tiene “casa llena” de vecinos que, al igual que Martha, necesitan urgentemente responder mensajes, recargar sus teléfonos o computadoras portátiles, realizar consultas para tareas escolares e incluso encargar carne para su refrigerador. 

“Aquí todos nos ayudamos”, dice María Esther, subrayando el sentido de comunidad que ha emergido en medio de la crisis energética: su casa, como otras ubicadas en la misma calle, se ha convertido en un refugio temporal para los vecinos de otros barrios cercanos que buscan mantener su vida cotidiana a flote a pesar de los apagones. Entre ellos se encuentra Gladys, de 53 años, quien afirma que los cortes de energía han alterado radicalmente su rutina. Se ve obligada a despertarse a cualquier hora de la noche o madrugada para conectar el refrigerador y evitar que se echen a perder los alimentos, especialmente la carne.

“No se puede comprar carne como antes, para varios días. Ahora hay que comprarla al día y sólo lo justo para lo que se va a consumir. Tampoco se pueden hacer todas las cosas. Es muy difícil lavar; solo puedo hacer una sola lavada y postergar el resto para el día siguiente”, comenta. 

El impacto va más allá de la compra de alimentos. “Y también está el temor de que se dañen la refrigeradora, la computadora y los otros electrodomésticos. Es un temor constante que nos obliga a enchufar y desenchufar para evitar cualquier daño”, agrega, revelando una ansiedad que se ha vuelto parte de su vida diaria. 

En el taller de mecánica automotriz de su esposo, ubicado en el mismo barrio, a donde llega desde Pomasqui, en el noroccidente, Alexandra Narváez, de 47 años, trabaja como asistente. Esta madre de dos hijos en edad escolar expresa que su mayor preocupación es no poder ayudar a sus hijos a realizar consultas en sitios confiables de internet para sus tareas escolares.

“Antes podía sentarme con ellos a investigar y resolver sus dudas, pero ahora, con los apagones, se vuelve complicado encontrar el momento adecuado para conectarnos”, comenta Alexandra, con un tono de frustración. La falta de energía no sólo afecta su capacidad de asistir a sus hijos en sus estudios, sino que también genera una sensación de impotencia al ver cómo la situación limita su acceso a información esencial en un mundo cada vez más digital.

«Los niños se duermen más tarde, y al día siguiente es lo mismo», dice Alexandra, con su voz cargada de resignación. Lamenta que no hay luz para prepararles el desayuno a tiempo, ni para mandarles la lonchera a la escuela. “En la madrugada, hasta que regrese la electricidad, todo se hace con velas. Y, si no vuelve, no hay jugo, solo agüita de hierbas, leche o algo que no necesite licuadora ni electricidad», agrega, soltando un suspiro profundo.

La rutina de Alexandra ha sido trastocada por los apagones, que no solo se convierten en obstáculos diarios, sino que fragmentan el día en intervalos de luz y oscuridad: «Ahora todo se organiza en torno a cuándo regresa la electricidad. Hay que estar pendientes de ese momento, porque es cuando aprovechamos para cocinar, lavar, cargar los teléfonos y que los niños hagan las tareas”.

Así, los primeros cortes de energía, que el gobierno de Daniel Noboa insistía en describir como esporádicos, se han convertido en parte de la rutina para millones de familias como las de Alexandra, Ana y Gladys. Sus testimonios dan cuenta que no solo los “smartphones”, sino también las “tablets” y “laptops” se han vuelto, en la práctica, dispositivos poco confiables en esta nueva realidad de apagones. 

Además, dicen, la sencillez de preparar un jugo fresco, el ruido familiar de una licuadora, de un microondas o de una lavadora en marcha, la certeza de encender la luz al despertar, y la comodidad de tener cuatro o cinco barras de señal en el celular o en el «router»: todo eso se ha desvanecido, reemplazado por una constante incertidumbre. 

MENOS TRABAJO

Diego Oña, técnico en sistemas y redes que trabaja por cuenta propia, dijo que ya no cuenta las horas apagones sino de luz. Lamentó que a consecuencia de los apagones se haya reducido la cantidad de clientes que atender diariamente, lo cual está afectando considerablemente sus ingresos.

En la práctica él está en el grupo de profesionales más afectados laboralmente con cada nuevo apagón porque al irse la luz también se pierde o disminuye bruscamente la señal de internet.


Su labor, que depende de redes eléctricas e internet, se ha vuelto un ejercicio de paciencia y resignación. “Es un gran bajón en el trabajo”, dice, su tono resignado pero firme. “Ya no puedo desempeñarme como antes. En nuestro campo, la energía es esencial para los equipos de medición, y sin eso, no hay trabajo, no hay ingresos”.

Oña no se ha dado por vencido del todo. En lugar de rendirse, ha invertido en dispositivos de almacenamiento de energía, soluciones improvisadas que le permiten trabajar durante las primeras horas de los cortes de luz. “He tenido que comprar sistemas de almacenamiento portátiles, algunos más grandes, para cubrir los cortes de luz de tres o cuatro horas y al menos poder trabajar algo durante el día”, explica. 

Marjori, de 18 años de edad, indica que “los apagones son muy largos, es mucho tiempo el que se va la luz. Y es un tiempo que no se puede recuperar porque uno tiene que estudiar hoy mismo, para las clases de mañana. Y así estamos todos los estudiantes de mi curso”.

A medida que cae la tarde, la oscuridad no solo envuelve a Quito, sino también a la esperanza de sus habitantes. Las luces de los vehículos parpadean como estrellas moribundas, mientras las sombras de los transeúntes se proyectan en las paredes, reflejando la lucha de una nación atrapada entre la modernidad y la crisis.

Es una crisis que evoca un retorno al pasado, a los apagones de los años noventa y finales de los dos mil, provocados por las mismas causas que hoy: la incapacidad de un Estado pesado y burocrático para enfrentar el aumento de la demanda con inversiones públicas o privadas, y la fragilidad de un sistema eléctrico dependiente de la lluvia.

Según el informe anual de 2023 del Operador Nacional de Electricidad (Cenace), el 79,04% de la generación eléctrica del país depende de las precipitaciones que alimentan las principales centrales hidroeléctricas. 

La semana pasada, el presidente Daniel Noboa anunció la incorporación de 1.598 megavatios de nueva capacidad al sistema eléctrico nacional. De esta cifra, 241 megavatios se añadirían en noviembre mediante la compra de generación permanente en tierra, mientras que otros 300 se sumarían en diciembre a través de acuerdos de arrendamiento de generación terrestre.

Además, Noboa informó que la central hidroeléctrica Toachi Pilatón comenzará a operar en diciembre, aportando 204 megavatios adicionales al sistema. Por último, se prevé que en el primer trimestre de 2025 se sumen otros 419 megavatios mediante la compra de generadores que funcionen con diésel y gas natural, con el fin de “aprovechar nuestros recursos, ser más eficientes y reducir la dependencia de las hidroeléctricas”.

Todo eso está por verse. 

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