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jueves, diciembre 4, 2025
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Olímpico Atahualpa: la historia tras el estadio en disputa

El Atahualpa ha visto crecer a los quiteños y ha marcado generaciones. Pese a los capítulos recientes, su historia sigue intacta. 

POR: Esteban Cárdenas Verdesoto

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Él lo conoció por dentro cuando tenía once años. Fue en un partido entre Nacional y Barcelona. Lo recuerda vívidamente, como si al cerrar los ojos estuviera allí. Las gradas llenas, los baños limpios, la pista sin mallas, la gente quieta y el grito de gol, siempre. 

Fue con su padre, aunque ninguno de los dos eran hinchas de El Nacional o del Barcelona. Él apoyaba a la Liga, su papá al Aucas. Pero el objetivo no era ir a alentar a los equipos, sino conocer el estadio, sentirlo, vivirlo. 

“Fue hermoso, hermoso”. Así recuerda hoy Alcides Vilatuña, a sus 63 años, el auge de lo que entonces era el Estadio Municipal de El Batán, un coloso de concreto que vio la luz en 1951. Sus arrugas y los ojos caídos dejan ver el paso del tiempo, tal como la pintura descascarada, los metales oxidados y las puertas olvidadas muestran los años del escenario que hoy sigue en pie, aunque tambalea frente a sus ojos: el Estadio Olímpico Atahualpa. 

Es este mismo olvido el que hoy ha sumido al coloso en una pugna entre el Municipio y la Concentración Deportiva de Pichincha por su manejo y mejora; y es que su historia ha visto tiempos mejores, unos que se cuentan mejor desde ojos como los de Alcides.

Al hombre, quien desde hace 25 años trabaja a un lado de este escenario, lo crió el estadio. Hoy, lo mira con los mismos ojos con los que lo vió por primera vez, desde la altura de un bus, cuando apenas tenía cuatro años. Alcides es del Valle de los Chillos y, en ese entonces, acompañaba a su padre a trabajar cerca del Puente de El Guambra. Mientras él cumplía sus labores, Alcides caminaba; rondaba por los alrededores de la ciudad entre potreros y terrenos vacíos, justo por donde hoy corre la avenida Naciones Unidas. 

Desde allí ya lo veía más grande, imponente. Recuerda que “más o menos desde donde hoy empieza La Carolina” ya podía ver cómo se levantaba el nuevo escenario. “No había muchas casas, todo esto era potrero y el estadio se veía grande, hermoso”, dice. “Me acuerdo que soñaba con entrar, aunque no pasó hasta ese partido a los once años”.

Esa fue la primera, pero no la última vez que entró al estadio. Fue con su papá, con sus hermanos, incluso, ya años después, con sus hijos. Llegó a ver a Liga, al Aucas y al Deportivo Quito; iba cuando jugaba la selección y cuando venían equipos de afuera. El estadio formó parte de toda su vida; siguió viéndolo, aunque no tuviera entrada. “A veces uno tenía que colarse como ‘Katichupa’, que en kichwa quiere decir seguir a alguien en silencio, sin que se dé cuenta”.

Recuerda el día en que Ecuador le empató a Argentina, después de ir perdiendo dos a cero. Estaba con su hermano, ya por salir, cuando vino el primer gol. Se quedaron y luego llegó el segundo; empataron. El festejo ese día duró más que el propio partido. El estadio no se vació por horas. “Fue como si hubiéramos ganado”, dice. Y en su voz no hay exageración, sino una forma simple de decir que el Atahualpa, a veces, ha hecho que la derrota se sienta menos. 

Hoy ve al estadio descuidado, abandonado. Las mallas, la pintura, las paredes. Todo se ha ido apagando. “Uno es de campo. Y, aunque sea como una casa vieja, si está pintada, brilla”, dice, mientras mira cómo las malas hierbas crecen sin que nadie las arranque. Dice que con una ‘manito’ de pintura, aunque sea, cambiaría todo. Que volvería la gente, que volvería la vida, que hasta el barrio se levantaría un poco. 

Pero aún viéndolo así, se resiste a soltarlo. “Aquí está la casa. La casa de la selección y tiene que volver”. Cuando lo dice, no habla sólo de fútbol. Habla del lugar donde pasaba los fines de semana, donde sus hijos aprendieron a gritar los goles, donde conoció amigos. 

***

Hoy, el Estadio Olímpico Atahualpa parece quieto mientras todo a su alrededor se mueve. Lo que alguna vez fue símbolo de modernidad, hoy luce como un cuerpo cansado que resiste más por memoria que por mantenimiento. Está ahí, inmenso como siempre, pero no igual. 

El blanco de su fachada ya no brilla como antes. Tiene parches, manchas grises, cicatrices de humedad que corren como venas por las paredes. Las letras rojas que dicen “Concentración Deportiva de Pichincha” y “Estadio Olímpico Atahualpa” se mantienen firmes, pero cuelgan sobre una superficie desgastada, donde la pintura se ha ido cuarteando por los bordes y las esquinas. El tiempo ha comenzado a escribir su propio nombre en los muros. 

En la entrada principal, las columnas de color mostaza que antes parecían majestuosas están despintadas. Algunas tienen la base pelada, como si los años les hubieran roído la piel. 

La reja blanca que bordea la entrada principal está intacta, recién pintada, quizá lo único nuevo. Pero no alcanza. Detrás de ella, el concreto muestra los años: manchas de lluvia, manchas de sol, manchas de olvido. 

En las puertas laterales, como la 7 o la 9, la escena se repite con mayor crudeza. Hay grafitis de todos los colores pintados sobre las paredes y las mismas vallas. Algunos tienen letras que alguien intentó borrar sin éxito. Otros hablan de equipos y del paso de su hinchada. Otros, hoy, son ilegibles. 

Pero hay otro elemento que se suma al paisaje, carteles pegados hace poco que dictan la palabra: “Clausurado”. Una página más de la historia reciente del estadio, después de que el Municipio de Quito haya dado la orden de cerrar este espacio la tarde del martes 8 de junio. 

La clausura se dio después de la carrera atlética Quito 15k, que evidenció aún más el mal estado del lugar. El evento provocó nuevas inspecciones, en las que se encontraron humedad, baños dañados y espacios inutilizables en los graderíos. Esto llevó a su cierre, que ya se había anunciado tras inspecciones previas del Municipio. 

Este fue un evento más de una disputa silenciosa entre el Municipio de Quito y la Concentración Deportiva de Pichincha, administradora del estadio desde 1966, luego de que el Municipio, entidad que construyó el estadio, cediera su administración.

El Municipio, bajo la gestión de Pabel Muñez, sostuvo poco después de la clausura que el estadio debe ser manejado por la ciudad, debido a la falta de recursos que ha demostrado la Concentración Deportiva de Pichincha para el mantenimiento. Alegó que no se han construido nuevas áreas deportivas y no se ha mantenido el estadio en condiciones óptimas.

Desde Quito se decidió iniciar un proceso legal para manejar nuevamente el estadio. El Concejo Metropolitano aprobó la reversión del predio donde funciona el estadio, con 14 de los 22 votos a favor. En una rueda de prensa, el procurador metropolitano, Andrés Segovia, explicó que la acción estaba amparada en la Ley del Deporte, que permite al Municipio actuar en casos donde no hay acciones por parte de la Concentración Deportiva de Pichincha. 

El conflicto continuó con una acción, el 16 de junio, cuando un juez revirtió el proceso iniciado por la administración municipal, tras aceptar una medida cautelar presentada por el interventor de la Concentración Deportiva de Pichincha, dejando sin base a la intención de volver a administrar el espacio. 

Acto seguido, una reunión entre el alcalde de Quito y el ministro de Deportes, José David Jímenez, terminó por dar un nuevo respiro a la situación del escenario; un acuerdo que proyectó el futuro del lugar en un trabajo conjunto por mantenerlo vivo. El 17 de junio, la clausura se levantó, luego de haber detectado mejoras en el manejo del gas y una inspección por parte del Cuerpo de Bomberos. 

Pero la clausura momentánea no fue sólo un trámite administrativo. Fue un capítulo más de la historia, de la memoria, del estadio. Los sellos se retiraron, se reabrió el estadio, los atletas volvieron a sus actividades normales. Y hoy ya se los ve de nuevo corriendo y entrenando en los alrededores del coloso. 

Hoy, el Atahualpa sigue en pie, pero está en disputa. La administración continúa bajo la Concentración, pero el Municipio busca una transición hacia un modelo mixto, con participación pública, privada y estatal. Se habla de un plan maestro de inversión, de modernización. Pero aún no hay fechas, recursos o una ruta clara. 

Mientras tanto, el estadio sigue ahí. Con grafitis en las puertas, la pintura caída, las mallas manchadas. Con los recuerdos intactos y el futuro incierto, la historia a cuestas y la administración en jaque; con una ciudad que ha decidido salvarlo, aunque el trabajo es largo. Aunque su historia sigue viva.

***

Esta historia también ha pasado por otros ojos, con otros tiempos. Alfonso Ortiz Crespo es historiador, excronista de Quito, arquitecto y profesor de la Universidad San Francisco de Quito. Cuando habla del Atahualpa lo hace sin nostalgia, sino con precisión y con la memoria ordenada. Lo nombra como se nombra a una pieza central de una ciudad que alguna vez se pensó con futuro. 

“El estadio es la obra más visible del plan regulador de Guillermo Jones Odriozola”, dice. Se refiere a un proyecto aprobado en 1942, cuando Quito era una ciudad de menos de 200 mil habitantes y aún no había cruzado del todo la quebrada del Machángara. El plan proponía una expansión hacia el norte: un parque metropolitano, una zona universitaria, una red vial coherente. Pero nada de eso se concretó; sólo una hoy sigue en pie: el estadio. 

Fue una decisión de visión urbana, no de coyuntura. Se construyó lejos, en una zona aún deshabitada, para abrirle paso a la ciudad. Y la ciudad fue, eventualmente, hasta él. “Por muchos años fue el único hito urbano de esa zona”, dice Ortiz. Luego vinieron los edificios, los centros comerciales, las oficinas. Pero el primero en llegar fue el estadio. 

Antes, en ese mismo sitio, había vacas y terrenos de pastoreo. Polvo. Un Quito más rural que urbano. El estadio se inauguró en 1951 como Estadio Municipal del Batán. El nombre de Atahualpa vino después, cuando el país necesitó hacer memoria andina para nombrar sus símbolos. 

Con los años, el estadio dejó de ser sólo un escenario deportivo. La historia del país y de la ciudad comenzó a contarse en sus pasillos, balcones, butacas y sobre la cancha. Fue campo de batallas futboleras, sí: allí se gestaron las eliminatorias de 2002, del 2006, del 2014; allí cayeron Brasil, Argentina, Uruguay. Fue allí también donde Jaime Iván Kaviedes marcó el gol de la clasificación al primer Mundial, el 7 de noviembre de 2001, en un empate ante Uruguay que terminó con miles de ecuatorianos llorando de alegría. Ese día, el Atahualpa no sólo vibró, sino que se convirtió en el corazón de un país entero. 

Fue ahí donde sintió por primera vez que el país podría estar a la altura de los grandes eventos internacionales. Y fue ahí también, un 24 de mayo de 1981, donde el entonces presidente, Jaime Roldós Aguilera, dio su último discurso, un llamado encendido a la libertad, la justicia y la democracia, antes de morir horas después en un accidente aéreo. Las palabras que pronunció, con la cancha como púlpito y el cielo de Quito como testigo, quedaron grabadas como uno de los momentos más fuertes de la política ecuatoriana. Fue este escenario el episodio histórico: “Este Ecuador amazónico, desde siempre y hasta siempre. Viva la Patria”. 

Cuatro años después, el Atahualpa volvería a llenarse, esta vez no de hinchas, sino de fieles. El papa Juan Pablo II ofreció una misa campal ante más de 40.000 personas que, bajo la lluvia, lo recibieron con cantos, flores y lágrimas. Aquel evento, grabado en cientos de fotografías en blanco y negro, es considerado el más multitudinario en la historia del estadio. 

En los años siguientes, fue testigo de todo: de la Copa América de 1993, donde Ecuador vivió una de sus mejores campañas. De goles imposibles, de derrotas que dolieron como fracturas, de finales de campeonato local, de goles de Pelé, de la zurda mágica de Maradona, de la noche en que Bon Jovi estremeció Quito en 1995. De conciertos con Shakira, Roger Waters y Metallica. De luces que se encendían y de miles de voces cantando o gritando gol, como si la ciudad entera se hiciera eco en esas paredes. 

Por eso, verlo hoy tan golpeado no es sólo ver un edificio venirse abajo. Es ver una parte de la historia común de Quito y de Ecuador desvanecerse con la humedad, la pintura descascarada y las paredes agrietadas. Es ver cómo la memoria se pone en riesgo cuando “no se la cuida”, dicen vecinos de los alrededores como Gustavo Dávalos, quien vive desde hace unos 30 años en este espacio. 

Y aún así, el Atahualpa sigue de pie. Porque aunque ya no vibren 40.000 voces todos los domingos, aunque el pasto no parezca tan verde; y aunque los grafitis oculten el tono de las paredes, aún hay quienes lo recorren, hay quienes entrenan allí, como si cada zancada fuera una forma de mantenerlo vivo. Quienes se resisten al olvido. 

Ortiz Crespo lo resume así: “Es un símbolo de la modernidad que llegó con promesa, pero sin continuidad”. Y lo compara con el Centro Histórico, con La Mariscal: lugares que alguna vez fueron centrales y hoy parecen detenidos. “El problema no es sólo de la Concentración, es de toda la ciudad. Nos cuesta cuidar lo que representa la historia”. 

Hoy, dice, la disputa es también un reflejo de la falta de política urbana sostenida. “Quito ha perdido la capacidad de proyectarse. Lo que ocurre con el estadio es prueba de eso: una ciudad que no sabe qué hacer con sus íconos”. 

***

Ana Cecilia, de 71 años, recuerda todos estos momentos. Lo dice mientras las ollas de un restaurante, a un lado del estadio, suenan mientras otros implementos topan sus paredes y bases calentadas por una hornilla de fuego alto y azul. Recuerda estos momentos mientras el olor que sale de su comida trasciende la pequeña cocina; viaja hasta las vallas pintadas y roídas que bordean el estadio. Un olor que hoy no sólo viaja en el espacio, sino también en el tiempo. 

Son esos mismos menjurjes los que ella preparaba con su mamá cuando era niña, mientras vendían frescos y platos de comida en el extinto estadio del Arbolito, antepasado del Atahualpa. El mismo olor que lo acompañó cuando tuvieron que mudarse al nuevo escenario, cuando los hinchas también cambiaron su sede los fines de semana. 

Ella también creció con el estadio. Fue este el que les dio de comer desde “guagua”, producto de la venta informal; pero también es este el que les ha dado el sustento a ella, a sus cinco hijos, a sus nietos y a sus bisnietos, que hasta hoy le ayudan en su labor diaria, que ya no se hace en la calle, sino en un local a lado del estadio que logró alquilar hace 17 años. 

Ella ha pasado desde las veredas, las paradas de buses que traían a los hinchas cuando nació el estadio, desde las calles, hasta este lugar que hoy todavía mantiene vivas las memorias que ha podido reunir junto al estadio. Este no ha sido un mero espectador de su vida, sino un compañero de travesías, de recuerdos, de historias. 

Mientras recuerda su vida a través de este espacio, Ana Cecilia toma los implementos de cocina, toma hoy la posta de una práctica que ha repetido durante décadas. Lo hace con la misma destreza de siempre, como si la ciudad no habría cambiado, como si el estadio siguiera entero, vivo; aunque sabe que no es así. “Ya no es como antes”, repite mientras sigue su ritual. Lo dice con una naturalidad que no necesita adornos. 

Afuera, el estadio perdura. Porque el Atahualpa, como Ana Cecilia o como Alcidez Vilatuña, no se cae pese a los años. Se sostiene con memoria, con terquedad, con historia. Con los ojos de personas como ella que aún lo mira como si todavía vibrara con los goles; con quienes lo habitan sin necesidad de reflectores. 

El olor que sale de su cocina no es sólo de comida. Es el rastro de una historia que no ha terminado, que sigue hirviendo a fuego lento mientras el tiempo, la política y el cemento intentan decidir qué será del estadio. 

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