La erosión regresiva del río Coca se ha convertido en una amenaza constante y cada vez más recurrente. Conoce más sobre el tema.
POR: Esteban Cárdenas
Las fuertes lluvias han vuelto a levantar las alertas. El SOTE y el OCP, los dos oleoductos más importantes del país, que cruzan la Amazonía ecuatoriana y llegan hasta Balao, han vivido en los últimos años estos escenarios constantes, entre la suspensión de operaciones y los riesgos de derrame.
Los riesgos han sido aún más comunes en la Amazonía, donde las situaciones climatológicas se han visto sumadas al registro de la erosión regresiva del río Coca, dos factores que han puesto a los oleoductos en un nivel de alerta aún mayor.
En 2020, fue esta misma erosión la que ocasionó la rotura de ambos tubos de transporte de crudo y que terminó por derramar alrededor de 15.000 barriles de petróleo en el lecho fluvial; afectando a comunidades que se levantaban alrededor del río Coca y llevando la mancha negra de aceite hasta la frontera con Perú. Y hoy, la amenaza de que esto vuelva a ocurrir no ha desaparecido.
La semana pasada, ambos oleoductos fueron suspendidos en su operación por las mismas condiciones climáticas y el avance de la erosión regresiva del río. Desde Petroecuador y desde OCP se informó que esto se solucionaría con la construcción de un nuevo ‘bypass’ que permitiera la operación segura de las infraestructuras petroleras. Y aunque el OCP ha reanudado sus operaciones y el SOTE se espera que reactive su funcionamiento mañana, la crisis no ha pasado. Tanto es así, que el pasado 3 de julio Petroecuador declaró fuerza mayor en todas sus operaciones por el temporal, incluyendo también la exportación de crudo.
En medio de todo este panorama, cabe preguntarse cuáles son los problemas que rodean hoy a estos dos oleoductos y qué problemas seguirán acarreando, aunque tras estas soluciones. Aquí te contamos.
SOTE y OCP
El Sistema de Oleoducto Transecuatoriano (SOTE) y el Oleoducto de Crudos Pesados (OCP) forman el eje central de la infraestructura petrolera ecuatoriana. Son los conductos que llevan el crudo desde los campos amazónicos, principalmente en Sucumbíos y Orellana, hasta el terminal marítimo de Balao, en Esmeraldas. Desde allí, el petróleo se exporta o distribuye a refinerías. Sin estos ductos, el petróleo no circula. Y cuando el petróleo no circula, la economía se detiene.
El SOTE fue construído en 1972, durante el inicio del ‘boom’ petrolero en Ecuador. Recorre más de 500 kilómetros y ha sido operado desde entonces por Petroecuador. El OCP, por otro lado, es más reciente: empezó a operar en 2003, bajo un modelo de concesión privada, que culminó en noviembre de 2024. Ambos cruzan zonas de alta inestabilidad geológica, incluyendo la Cordillera del Reventador y la cuenca del río Coca, y juntos han soportado terremotos, deslizamientos, lluvias extremas y, hoy, una erosión sin freno.
A lo largo de su historia, los dos ductos han permitido sostener una parte crucial de las finanzas públicas. “Es la principal actividad del Estado. No poder exportar por la ruptura o riesgo de los oleoductos afecta enormemente a todos los sectores”, dice Fernando Santos Alvite, exministro de Energía y experto en petróleos. Cuando estos se paralizan, explica, el país no sólo deja de exportar, sino que también debe reducir su producción interna, importar combustibles a precios altos y enfrentar un aumento del riesgo país ante la banca internacional.
Pero, más allá de su rol económico, los oleoductos hoy cargan con una fragilidad estructural que se repite como un patrón. En los últimos cinco años, se han construido al menos ocho variantes o desvíos para alejar las tuberías de la zona crítica de la erosión regresiva del río Coca. Sin embargo, estas soluciones han sido temporales. Esta hoy es una de las principales amenazas de esta infraestructura.
“Desde el Gobierno de Lenín Moreno se optó por construir variantes muy cortas, de 100, 200, 500 metros”, dice Henry Llanes, experto en petróleo. “Esto ha generado tres cosas muy graves al Estado. Primero, que no ha sido una solución definitiva; segundo, que ha tenido un alto costo económico; y tercero, que ha causado un enorme daño ambiental a los afluentes del río Coca”.
La fragilidad, sin embargo, no se debe a defectos de fabricación. Según Luis Calero, experto también en el sector, ni el SOTE ni el OCP presentan fallas estructurales internas atribuibles a una falta de mantenimiento o de materiales de mala calidad. “Los problemas han tenido como causas situaciones exógenas, como deslaves y deslizamientos del Reventador, así como la erosión regresiva del río Coca”. Es decir, según el experto, los ductos no colapsan desde dentro, sino que es la tierra bajo su estructura la que se rompe.
Y estos hechos ya no son una excepción. Lo que fue en 2020, cuando la erosión partió ambos ductos y un poliducto, se repitió en 2022, cuando una nueva rotura afectó a las zonas aledañas. “Cada vez es más grave el problema del río Coca. Es un fenómeno que raras veces se ve en la geografía mundial”, dice Santos Alvite.
Hoy, la advertencia es clara y la amenaza persiste; aunque su operación se mantiene al filo.
Impacto directo
Entonces, expertos coinciden en que la erosión del río Coca es actualmente uno de los principales riesgos que mantienen los oleoductos que cruzan por la Amazonía. La amenaza está en el suelo. Desde el colapso de la cascada de San Rafael, la tierra se ha movido por tramos enteros arrastrando laderas, postes, carreteras y ductos. Lo que comenzó como un fenómeno localizado se convirtió en una erosión regresiva que ha recorrido más de 1,4 kilómetros en los últimos años. Y con cada temporada de lluvias el peligro se reactiva.
“La erosión hace que las paredes de las montañas por las cuales recorren los oleoductos se desmoronen y en ese desmoronamiento arrastran a los oleoductos”, explica Llanes. Esta dinámica cada vez más constante ha obligado a paralizar el bombeo de los oleoductos al menos ocho veces, para evitar nuevos desastres ambientales.
Pero el terreno no deja de ceder y las soluciones planteadas con variantes que, como explican los expertos, mueven cada vez los oleoductos más hacia la montaña, no han sido suficientes. Y es que estas han servido para reanudar operaciones de forma temporal, pero no han contenido el riesgo.
¿Qué hacer?
La propuesta técnica existe y ha sido repetida por los expertos consultados. Esta se debe enfocar en mover los oleoductos fuera del alcance del río, en la ribera opuesta, donde el terreno es más estable. “La única solución definitiva es mover los dos oleoductos a la otra Ribera del Coca, donde la erosión no está afectando”, dice Santos Alvite. Según su estimación, esta obra tendría un costo de $200 millones; un valor alto, pero menor al costo acumulado de las parálisis, derrames, importaciones de combustibles y reacondicionamiento de pozos.
Sin embargo, Llanes asegura que estos valores también deben verse complementados con la construcción de infraestructura vial que permita un acceso rápido y oportuno a los oleoductos por cualquier incidente; algo que debe ponerse en manos del Ministerio de Transporte y Obras Públicas.
El problema, sin embargo, no ha sido técnico, sino político, a criterio de Llanes. “Esto debió hacerse desde 2001 o 2002, cuando estudios de universidades ecuatorianas ya hablaban de estos problemas, pero Petroecuador no ha priorizado esta medida y el OCP, como terminaba su operación en 2024, no tenía incentivo para invertir”, dice Santos.
Llanes coincide con él, sumando otra arista: la omisión institucional. “Ha habido falta de visión al no atender las recomendaciones técnicas. Y también silencio de la Contraloría y de la Agencia de Regulación de Hidrocarburos, que deberían haber intervenido hace años en este tema”.
Hoy, aseguran los expertos, la situación roza lo insostenible. La erosión sigue avanzando y aseguran que, mientras no se concrete una solución definitiva, cada estación lluviosa será una amenaza.
¿Qué pasará si no se soluciona?
Si el país sigue apostando por soluciones temporales, el resultado será un ciclo de crisis que se repetirá una y otra vez; con consecuencias cada vez más costosas.
“Si no se hace la obra definitiva, cada vez que llueva o haya un deslave se va a tener que parar el Oleoducto. Eso implica dejar de exportar, importar combustible y perder producción. Pero también puede causar el reacondicionamiento de los pozos”, dice Santos Alvite.
Y es que un pozo petrolero no es una llave que se abre y se cierra sin consecuencias. “Cuando los pozos están cerrados por más de 15 días se llenan de impurezas. El petróleo ya no fluye y hay que hacer una nueva perforación o hacer una intervención profunda”, dice el experto. En un costo técnico y económico, considera que estas acciones le pueden generar un peso mayor al país y al sector.
Pero el daño también es ambiental y acumulativo. “Las soluciones de emergencia no sustituyen la planificación. Lo que hace falta es decisión política”, dice Luis Calero. Él propone que, además de reubicar el SOTE y el OCP, se debería también incluir al plan al poliducto Shushufindi – Quito, que corre por la misma franja inestable, con el objetivo de evitar nuevos desastres. “Si no se actúa ahora, llegará el momento en el que ya no se podrá bombear por ninguno de los ductos”.
Desde un punto de vista regulatorio, Fernando Reyes es contundente: el Estado ha fallado. “No se han acogido las recomendaciones técnicas y científicas emitidas desde el inicio del fenómeno erosivo. Ni el gobierno de Moreno, ni el de Lasso, ni el actual han asumido con seriedad este riesgo estructural”. Para él, lo que está en juego no es sólo el transporte del crudo: es la integridad ambiental de toda una región. “Más de 100 roturas desde 1972. Eso no es normal. Es una alerta histórica. No se puede seguir operando como si nada”.
Para esto, Santos Alvite reconoce que actualmente el Gobierno puede no contar con el presupuesto para levantar la nueva ruta del oleoducto. Sin embargo, él recomienda analizar opciones, como la concesión a una empresa privada de este tramo para así poder subsanar las fallas que se seguirán acarreando en estos transportes de crudo.
Los expertos coinciden que estas acciones no sólo mantendrán la estabilidad y funcionalidad de los oleoductos, sino que evitarán posibles desastres ambientales y naturales puedan volver a ocurrir en esa zona; además de evitar costos exagerados en el futuro. Pero, mientras tanto, los ductos seguirán operando hasta la siguiente alerta.
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