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viernes, diciembre 5, 2025
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Las mujeres irrumpen en la defensa del manglar

La Asociación de Mujeres Artesanas Estero Porteño es la primera conformada por mujeres en firmar un acuerdo de protección del manglar.

POR: Esteban Cárdenas Verdesoto

A Rocío Reinoso la vida la llevó al manglar antes que a cualquier otro lugar. No recuerda un solo momento de su infancia en el que no estuviera cerca del barro, de las raíces, del vaivén de la marea. Es este el paisaje que ha visto toda su vida y que, hoy, ha construido también su futuro; uno enfocado en protegerlo, como quien cuida su propio hogar. Ella es de Puerto Bolívar, en El Oro. 

Todo lo que sabe de ese ecosistema mágico y lleno de vida lo aprendió de su madre. Desde cómo meterse al estero, cómo caminar entre las raíces, cómo encontrar conchas o reconocer los lugares donde se esconden los cangrejos. Su madre, de hecho, se dedicaba a la pesca en el manglar para criar a sus nueve hijos, incluída ella. Parte de este paisaje fue fuente de su vida y el motivo por el que ella pudo salir adelante junto a su familia. 

“Mi mamá sacaba conchas, cangrejos. Y luego los cambiaba por otros productos que traía la gente que bajaba de Zaruma, como trueque. Así nos manteníamos porque a mi mamá le tocaba hacerlo todo a ella sola”, dice la mujer en medio del manglar aún y a través de una llamada telefónica. 

No había contratos, ni permisos, ni ayudas. Sólo hombres y mujeres sobrevivían con lo que el ecosistema les entregaba, hasta que llegaron las restricciones, las camaroneras, la expansión portuaria. Y con ellas, la pérdida del territorio. Rocío lo dice sin tapujos. “Ha habido una transformación total aquí, el manglar se ha visto amenazado por muchos factores y he visto cómo, de a poco, ha ido cediendo espacio a camaroneras, a la industria y se ha visto afectado incluso por problemas con el Municipio”. 

Ella ha visto cómo ha cambiado este lugar que la vio nacer y crecer. Vio cómo las camaroneras fueron ganando terreno y cómo el Municipio empezó a botar aguas residuales en su territorio; vio cómo los pescadores dejaban de conseguir productos y cómo su madre envejecía dejando el rastro detrás de lo que era el manglar. Y hoy recuerda esos días. 

Con el pasar del tiempo, desde cuando pequeña se metía con su madre al manglar para pescar, fue dejando poco a poco de subsistir directamente con esta actividad y a involucrarse en otros ámbitos de la comunidad también, aunque la dependencia de este hábitat nunca se fue. Por esto, en 2005, fundó la Asociación de Mujeres Artesanas Estero Porteño. 

Con este espacio, buscaba que las hijas, esposas y madres de pescadores ya no tuvieran que mendigar espacios en los proyectos de conservación y en las actividades económicas. Recuerda que en ese entonces gran parte de las mujeres allí se dedicaban a hacer artesanías o a preparar comida para los pescadores y otras personas; siempre relegadas a no ir más allá. Pero ella quería que el trabajo de las mujeres dejara de ser invisible y, sobre todo, quería que el manglar tuviera otro frente que lo defendiera ante el aumento de la deforestación y la industria que rondaba su hogar. 

“Nosotras no estábamos en nada. Todo se lo daban a los hombres. Para ese entonces ya había asociaciones de hombres pescadores que se dedicaban a cuidar el manglar y a los les daban el liderazgo los proyectos y los acuerdos”, dice. “Y yo les decía a mis compañeros, no podemos seguir siendo sólo las que cocinan y las que aplauden. Nosotras estamos para más”. 

Pero abrirse camino no fue fácil. Lo repite varias veces, como si todavía costará. Dice que no había apoyo, que tuvieron que tocar puertas y que nadie se las abrió, que le dijeron que no; que tuvo que enfrentar a un sistema machista y hablar fuerte para ser escuchada. “Pedí ayuda y nadie me escuchó, hasta que encontró una persona que me dijo que había que hacer las cosas legalmente. Y así comenzamos”. 

Casi dos décadas después, su organización ha logrado llevar el encargo de custodiar 263 hectáreas de manglar en Puerto Bolívar. Hoy, son 37 las mujeres que han encontrado en esta asociación una oportunidad para salir adelante económicamente a través de la comida y la elaboración de artesanías; pero también son estas mismas mujeres las que se han embanderado la lucha constante por mantener su hogar limpio y a salvo de toda amenaza. Son ellas hoy también las guardianas del manglar. 

Manglares

Hoy, 26 de julio, no es una fecha cualquiera para Rocío ni para las mujeres de Estero Porteño. Es el Día Internacional de la Defensa del Ecosistema Manglar, un día para recordar que ese entramado de raíces retorcidas y hojas saladas no es sólo un paisaje costero, sino un escudo vivo, una despensa ancestral y una barrera natural frente a un mundo que insiste en avanzar arrasándolo todo. Hoy también conmemora su trabajo diario. 

En Ecuador, los manglares cubren alrededor de 155 mil hectáreas, distribuidas en cinco provincias. Son hogar, filtro y amortiguador; limpian el agua que baja contaminada de los ríos, retienen el carbono como pocos ecosistemas lo hacen, frenan las olas que podrían tragarse las costas. Pero su rol no sólo se mide en los servicios ecosistémicos que puede ofrecer, sino también en vidas. En historias como la de Rocío, en mujeres que encuentran aquí una forma de existir más allá de la exclusión.

“Si no fuera por el manglar, muchas de nosotras y nuestras familias no habríamos tenido ni para comer”, dice Rocío con el amor más profundo hacia este ambiente. No lo dice con nostalgia, sino con la certeza de quien ha visto cómo se pierde lo esencial cuando se confunde el desarrollo con destrucción. 

Durante décadas, la tala indiscriminada, el avance camaronero, la expansión urbana y la descarga de residuos redujo drásticamente la cobertura del manglar. 

Aunque en 1999 se firmó un decreto que prohibía su destrucción y se implementaron las primeras asociaciones dedicadas a su conservación, recién en 2019, el Ministerio del Ambiente publicó un Plan Nacional para la Conservación del Manglar. Allí, por primera vez en décadas, el Estado reconocía de manera formal que el ecosistema estaba en riesgo y que su conservación debía ser tratada como prioridad. 

El documento advertía lo que Rocío ya sabía por experiencia, que los manglares habían sido arrinconados por la actividad camaronera, la contaminación y la expansión sin control; que su cobertura había disminuido, su biodiversidad se había empobrecido y que las comunidades que vivían de él habían quedado a la deriva.

El plan identificaba amenazas claras: deforestación, cambio climático, vertidos industriales, abandono institucional. Pero también señalaba una ruta enfocada en fortalecer la gobernanza local, integrar a las comunidades, restaurar lo perdido. En teoría, se trataba de consolidar una “gestión participativa del ecosistema”, con herramientas legales, monitoreo ambiental y financiamiento sostenido. En la práctica, sin embargo, todo eso ha llegado con lentitud a los territorios hasta hoy.

En provincias como El Oro, el modelo que ha tenido más impacto ha sido el de las Áreas de Uso Sostenible y Custodia del Manglar (Auscm), como la que ahora lidera Rocío. Bajo esta figura, las comunidades organizadas pueden custodiar legalmente extensiones de manglar, con el compromiso de conservarlo, usarlo de forma sostenible y presentar informes anuales al Estado. Rocío lo explica con orgullo, pero también con cansancio. “Es bonito tener la custodia. Pero también es una carga, porque el Estado no nos da recursos, y a nosotras nos toca hacer todo: vigilar, limpiar, hacer informes, proteger”.

El Plan Nacional, además, promueve programas de incentivos como Socio Manglar, que entrega un pago económico a las comunidades por conservar el ecosistema. Sin embargo, muchas asociaciones enfrentan retrasos, trámites complejos o montos que no alcanzan para cubrir siquiera el costo de sus recorridos semanales por el estero. A veces, lo único que las sostiene es la convicción. Y esa convicción, en el caso de Rocío, tiene el rostro de su madre y el peso de la memoria.

“Una vez nos dijeron que, si no nos metíamos nosotras, esto ya lo habrían botado”, cuenta. “Y tienen razón. Aquí no estamos porque alguien nos puso. Estamos porque lo peleamos. Porque, si no, ¿qué quedaría?”.

Hoy, hay más de 40 convenios firmados con asociaciones como la de Rocío. Son estas personas las que han brindado más trabajo y más ojos y oídos para saber lo que ocurre en el manglar, pero también más manos para poder protegerlo. 

Para Raúl Carvajal, miembro de Conservación Internacional y técnico experto en el manglar y en el trabajo de las comunidades, este ecosistema no es sólo uno más entre tantos. “El manglar es el ecosistema más importante del Ecuador continental”, afirma. Lo dice desde su experiencia como técnico, pero también como alguien que ha trabajado de cerca con las comunidades que lo habitan. Para él, este no es un paisaje exótico ni una postal ambiental, es una estructura viva que sostiene la costa, la economía de las familias ribereñas y el equilibrio climático del país.

“Brinda servicios ecosistémicos muy importantes que no se ven”, explica. Y luego enumera: “Es una barrera natural frente a fenómenos climáticos extremos, como tormentas o tsunamis, ayuda a mitigar el cambio climático porque captura carbono, y es también un lugar de cría y alimentación de muchas especies hidrobiológicas que forman parte de la seguridad alimentaria del país”. La frase parece contener, de golpe, todo lo que este bosque salado representa para Ecuador, incluso si pocos lo reconocen.

Esa función esencial, dice, se ha sostenido gracias a un actor muchas veces ignorado: la comunidad. “Las comunidades que habitan y que utilizan el manglar han sido las principales defensoras del ecosistema, cuando incluso el Estado no ha llegado”, señala. Y no lo dice como elogio vacío, sino como una constatación práctica. “Ellas han sido las que han levantado alertas frente a la deforestación, frente a la contaminación, frente al ingreso ilegal de industrias o personas”. Lo han hecho con sus propios recursos, muchas veces sin respaldo, y por eso, asegura, su rol debe ser reconocido como eje de cualquier política de conservación.

Raúl ha recorrido estos territorios, ha trabajado con varias de las asociaciones comunitarias que hoy protegen miles de hectáreas de manglar en todo el país. Y desde esa experiencia también sabe que no basta con la voluntad. “Todavía hace falta garantizar que estas comunidades reciban un apoyo sostenido del Estado. No se puede dejar la conservación sólo en manos de gente que lo hace por convicción”, dice. Porque vigilar un ecosistema, organizarse, hacer monitoreo, cuidar la biodiversidad y sostener una economía local no es una tarea espontánea, sino un trabajo de tiempo completo.

Por eso insiste en un mensaje que, aunque suene simple, es profundo: “Sin las comunidades organizadas, el manglar ya no existiría”. Lo dice con la certeza de quien ha visto de cerca la deforestación, pero también la resistencia. De quien entiende que conservar no es solo cuidar un árbol o una especie, sino sostener una forma de vida entera. Y es que la efectividad de asociaciones como la de Rocío se ha visto plasmada en las responsabilidades adquiridas a lo largo de los años. Raúl cuenta cómo después de 2024, que terminó el primer acuerdo con la asociación, el espacio concesionado a esta para la protección del manglar fue el doble. “Esto nos dice lo importante de su trabajo”. 

Protectoras del manglar

Hoy, las protectoras del manglar se mantienen alerta para seguir cuidando su espacio; pero hoy también han ido más allá. Y es que cuando Rocío habla de la Asociación, no habla de una institución, sino de una familia. Una red tejida entre mujeres que, como ella, han vivido de espaldas al Estado, pero de frente al manglar. Hoy, las 37 mujeres que integran la organización no sólo cocinan y hacen artesanías como medio de vida, sino que también patrullan, limpian, mapean y registran. 

“Nosotras vamos todas las semanas a ver cómo está el manglar, lo cuidamos, lo limpiamos, lo protegemos. Somos nosotras las que lo conocemos”, cuenta Rocío. 

Pero no ha sido fácil. Muchas de las socias llegaron sin haber tenido antes un trabajo reconocido, sin formación técnica, sin saber cómo sostenerse económicamente más allá de la pesca de sus esposos o el comercio informal. La asociación no sólo les ha dado un espacio donde sentirse seguras, sino un motivo. 

Algunas se encargan de la cocina y de vender comida a la población, otras fabrican artesanías con escamas de pescado o con elementos del estero. Y todas, en mayor o menor medida, participan en las jornadas de monitoreo ambiental que exige el acuerdo firmado con el Ministerio. Todas lo hacen para poner su granito de arena en la protección de su hogar, aún incluso con los pocos recursos que tienen. 

Hasta hoy, su asociación es la única conformada sólo por mujeres que se dedica a esta labor en el manglar y que se mantiene en pie para poder mantener vivo su hábitat. Hoy, ellas también celebran el día por su trabajo con el manglar y por la defensa de su casa. 

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