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viernes, diciembre 5, 2025
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Juzgar a menores como adultos no solucionará nada

El reclutamiento de niños y adolescentes por parte de bandas criminales es siempre forzado, sin importar las circunstancias. Es resultado de la ausencia y el abandono estatal. Mirarlos después sólo con ‘ojos que castigan’ es desconocer esa realidad. 

POR: Esteban Cárdenas Verdesoto

Son pequeños, algunos apenas han empezado el colegio y otros todavía ni siquiera saben qué será de su futuro. Pero, en Ecuador, la edad ha dejado de importar cuando el crimen toca a la puerta.

Cada vez es más común conocer acerca de escuelas de sicarios, como aquella desmantelada en Nueva Prosperina, noroeste de Guayaquil, donde las bandas criminales empezaron a educar a niños y adolescentes en la labor de empuñar un arma o de aplastar un gatillo. 

Allí, en un área montañosa y de difícil acceso, con calles agrietadas y rodeada por el escurrir de la lluvia constante, se levantaba un casa donde se había armado algo similar a un polígono de tiro clandestino. 

Tampoco han pasado desapercibidos las noticias y reportes que hablan de menores de edad detenidos en operativos, asesinados al estilo del sicariato o encontrados como actores perpetradores de crímenes de todo tipo. 

Así, el reclutamiento de niños y adolescentes para las filas de las organizaciones criminales es una realidad que cada día, con cada noticia o informe, se reafirma aún más en el país. Pero también es algo sobre lo que ya las autoridades han vuelto la vista. El presidente, Daniel Noboa, declaró la lucha contra este reclutamiento como prioridad nacional, planteando tratar esta problemática de forma integral y con un comité, tal como lo estableció en el Decreto Ejecutivo 21, emitido en los últimos días. 

Sin embargo, aún en medio de esto, desde la Asamblea también se ha vuelto a hablar del tema, aunque desde otro punto de vista. Una propuesta planteada por el asambleísta oficialista Andrés Castillo ha traído a debate la posibilidad de juzgar a niños y adolescentes como adultos en el sistema penal, con las mismas penas y sin beneficios por su edad; algo que ya ha levantado algunas voces, incluso denotando una contradicción en el discurso oficial. 

Realidad de la niñez y adolescencia en Ecuador

Quizá para entender mejor el problema es necesario primero ver qué está ocurriendo con la niñez y adolescencia en el país. Y es que para hablar de infancia, no basta con decir que hay pobreza; así lo demuestra Verónica Pólit, experta en justicia juvenil. Ser niño en Ecuador, dice Pólit, es crecer con probabilidades en contra: no sólo es que falte comida o escuela, es que ha faltado un sistema que voltee a ver a niños y adolescentes. 

“Lo que vive la niñez y adolescencia en Ecuador es dramático”, dice sin trabas ni tapujos. Pólit habla con una mezcla de preocupación y certeza, tras años observando los vacíos estructurales que afectan a este grupo, “que son varios”.

El sistema educativo, explica, es uno de los puntos de mayor alerta. Aunque el país reportó el regreso a clases tras la pandemia, en varios lugares la recuperación no fue completa y hasta hoy se siguen arrastrando los vestigios de estos resultados. Y quienes sí volvieron, se encontraron con un sistema poco preparado para acompañar situaciones de vulnerabilidad. 

Por ejemplo, según datos oficiales, el 17% de los adolescentes de entre 12 y 17 años no asiste a ninguna institución educativa. De hecho, en algunas zonas rurales el abandono escolar supera el 30%. Y aunque el Ministerio de Educación ha hablado de retornos progresivos, lo cierto es que miles de niños y adolescentes no han vuelto a las aulas. “Hay chicos que desaparecieron del sistema sin que nadie los busque”, asegura Pólit. 

“Tenemos una educación profundamente segregadora”, agrega, al referirse a las limitaciones para contener a estudiantes que viven en contextos de carencia. El 25% de los hogares, por ejemplo, vive en inseguridad alimentaria severa, según Unicef, y el acceso a internet es bajo en este grupo poblacional en zonas marginales. “El sistema educativo no cubre estas deficiencias”. 

En salud, las cifras también son preocupantes. Ecuador tiene una de las tasas más altas de desnutrición infantil de América Latina: el 27% de los niños menores de 5 años la padecen, según el Ministerio de Salud. Pero el problema no es sólo la comida. La salud mental es otro terreno abandonado. “No se trata estos temas con niños y adolescentes en condiciones vulnerables”, dice Pólit. 

Y, en medio de todo esto, la violencia se ha convertido también en parte del paisaje cotidiano. Sólo en 2023, las cifras oficiales reportaron al menos 200 menores de edad asesinados en hechos violentos. En zonas como Esmeraldas, Durán o Nueva Prosperina, los niños crecen viendo lo que nadie debería ver: cuerpos abandonados, casas acribilladas, amenazas a plena luz del día. “Los niños están creciendo en entornos atravesados por el miedo”, insiste Pólit, como diagnóstico de la realidad. 

Pero, más allá de los números, tampoco ha existido una política pública integral. La experta detalla que en el país no hay un sistema nacional de protección con enfoque de derechos que articule salud, educación, seguridad, justicia y desarrollo comunitario de los menores. Y es que existen algunos programas, pero son fragmentados y muchas veces, dice, no llevados a cabo desde los entes rectores. “No se trabaja con visión de ciclo de vida ni con sostenibilidad”. 

A esto se suma la baja inversión. Ecuador ha reducido el presupuesto de protección para niñez y adolescencia en los últimos tres años, según la Fundación Esquel y el Observatorio Social de Ecuador.

Pólit insiste en que esta acumulación de vacíos institucionales tiene consecuencias. Donde no hay Estado, dice, muchas veces aparece el crimen como una oportunidad de llenar todos estos vacíos. Donde no hay escucha, aparece quien promete un futuro; donde no hay comunidad, aparece que ofrece pertenencia. “El crimen muchas veces aparece cuando el resto ha desaparecido”. 

Para Pólit, son todas estas deficiencias las que han abierto las puertas a que el crimen organizado empiece con el reclutamiento de menores de edad para sus filas. Explica que este reclutamiento no comienza con una pistola en la mano, sino con una ausencia. El crimen no irrumpe: se instala lentamente donde el Estado se ha retirado. 

“Los grupos armados no llegan a imponerse, llegan a ocupar vacíos”, dice. Y esta es una afirmación que da sentido a lo que ocurre en varios puntos del país, donde los menores no encuentran en la escuela, en la familia o en la comunidad una red que los sostenga, y terminan encontrándola en quienes les ofrecen dinero, respeto o simplemente un lugar al que pertenecer. 

“Una vez que los chicos quedan fuera del sistema escolar, fuera del sistema de salud, fuera del sistema de protección, quedan a merced de quien quiera aprovecharse de ellos”, dice. No hay misterios, el crimen, en este escenario, no necesita mucho para convencerlos. 

Y así empieza un proceso que, según Pólit, es progresivo. Primero los usan como mensajeros, luego como vigías, más tarde como cobradores, después como sicarios. El crimen tiene una lógica de escalera: no les piden todo de entrada, los van incorporando de a poco. “Se les va seduciendo, se les va integrando con dinámicas que parecen inofensivas al principio”, añade. 

El problema es que, mientras esto ocurre, las instituciones no alcanzan a ver el panorama. La experta detalla que la protección suele activarse cuando ya se ha cometido un delito, cuando ya hay una detención o una muerte: “No hay prevención real. Se actúa sobre las consecuencias, no sobre las causas”. 

En este escenario, la infancia pierde su nombre. Se convierte en estadística, en sospechoso, en objetivo. “Terminamos tratando a los niños como perpetradores, cuando muchas veces son víctimas del abandono y la negligencia del propio sistema”, advierte. Es un enfoque que confunde el síntoma con la raíz, que criminaliza al menor sin mirar qué le orilló a esto. 

Pólit hace hincapié en que el reclutamiento no es espontáneo o inevitable. Es una respuesta al entorno, uno en el que faltan oportunidades, cuidados y acompañamiento. “En ciertos territorios, no hay más opción que la organización criminal”, dice de forma firme y con voz elevada. Y no lo dice para justificar, sino para invitar a mirar lo que hay detrás del día a día: “una estructura social rota” que normaliza que un niño de 12 años reparta droga o vigile una esquina. 

También hay una lectura sobre la responsabilidad institucional. “No es que el Estado no sepa lo que pasa. No ha priorizado realmente a la infancia”, dice. La respuesta no puede ser, a su criterio, sólo punitiva. “Si el Estado no llega con protección, no puede luego llegar sólo con castigo”. Y esa, para ella, es la mayor contradicción. 

El crimen organizado ha aprendido a reconocer a los niños vulnerables. Sabe quién falta a clases, quién pasa hambre, quién no tiene nadie que le espere en casa. Y, como advierte Pólit, “saben leer esa vulnerabilidad mejor que muchas instituciones”.

Colombia, un espejo

Pero esto no sólo ha ocurrido en Ecuador. Esta dinámica del crimen se ha ido repitiendo una y otra vez en otros países en los que la delincuencia organizada ha cobrado fuerza mucho antes. Casos como el de México o Colombia demuestran que los niños y adolescentes se convierten en piezas útiles para las organizaciones delictivas con más y más fuerza.

Allí, incluso en días pasados, el senador y precandidato presidencial colombiano del partido Centro Democrático recibió dos disparos durante un mitin político en el distrito de Fontibón. Minutos después del hecho, el sospechoso del ataque fue detenido en el mismo lugar por miembros de las fuerzas del orden y la ciudadanía; un disparo en una pierna le habría impedido huir. Al reconocer al sospechoso, se pudo detectar que era menor de edad, un joven de alrededor de 15 años. El presidente Gustavo Petro, a través de sus redes sociales, reconoció también en sus redes sociales la identidad del joven. 

Esto demuestra cómo en Colombia, el crimen organizado también aprendió hace tiempo a mirar hacia la niñez. Y lo hizo en medio de un conflicto que, aunque lleva más de seis décadas, sigue encontrando en los más jóvenes una fuerza útil para sus propósitos. Esa experiencia, que carga con años de dolor, impunidad y resistencias, sirve hoy como espejo para Ecuador. 

Hilda Molano y Óscar Cobo lo saben bien. Ambos son parte de Coalico, una red que ha documentado por años la manera en que los grupos armados han incorporado a niños y adolescentes en sus dinámicas en Colombia y que busca evitar el uso de esta población por parte del crimen. 

Su diagnóstico es claro: el reclutamiento no es un fenómeno espontáneo, sino parte de una estrategia sostenida, que aprovecha las condiciones estructurales de exclusión. “En Colombia, hemos visto que no se recluta a cualquier niño. Se elige a quienes están más desprotegidos”, dice Molano. 

Los niños que más riesgos tienen son, en su mayoría, aquellos que han sido desplazados por la violencia, los no escolarizados, los que viven en zonas sin presencia estatal efectiva, “como la Guajira o el Chocó del Pacífico”. En otras palabras: los que ya han sido vulnerados de otras formas. Y es justamente en estos vacíos donde actúan los grupos ilegales, quienes no sólo buscan fuerza de trabajo, sino también control territorial, información, intimidación social y sostenibilidad operativa. 

“La vinculación de menores en Colombia ha tenido múltiples formas”, dice Cobo. No siempre es un reclutamiento forzado con armas y amenazas. A veces empieza con favores, regalos, vínculos emocionales o, incluso, la sensación de pertenencia. Muchas veces, los niños ni siquiera se reconocen como víctimas, dicen. Creen que están siendo protegidos o que están ganando su lugar en una realidad en la que antes no se sentían vistos. 

De a poco, el niño entra en una lógica que lo atrapa. “A veces los niños dicen yo no estoy armado, yo sólo acompaño, pero esa sola presencia hace parte de un entramado más grande”, detalla Molano. Son redes sutiles, pero que operan de manera eficaz. Y que, además, son invisibles para muchas instituciones. 

En Coalico han documentado que los contextos más propensos al reclutamiento son los lugares con alta presencia de actores armados, bajos indicadores de bienestar, escasa oferta educativa y grandes brechas de salud mental y familiar. “Hay una cadena de vulneraciones que inicia mucho antes del reclutamiento”, dice. Y esa cadena suele pasar desapercibida antes de que el niño ya forme parte de la estructura. 

Los expertos detallan que incluso en el país se ha elaborado una estructura que inserta un modelo aspiracional en la niñez y adolescencia que hace que el modelo a seguir de este grupo sean los grandes capos de bandas criminales o grupos armados, normalizando aún más este tipo de incorporaciones. 

Colombia ha documentado cómo estas dinámicas afectan de forma directa también a niñas y adolescentes. Mientras los niños se les asignan roles operativos, como mensajeros, vigías, combatientes o distribuidores de droga, a las niñas se les usa muchas veces con fines de explotación sexual o en labores de cuidado dentro de campamentos armados. “Hay una dimensión de género que no se puede ignorar”, advierte Molano. 

La experiencia colombiana también ha demostrado que la respuesta punitiva no es suficiente. “Colombia intentó durante años enfrentar el problema desde una lógica de seguridad. Pero castigar no repara y menos cuando no se ha hecho nada por evitar que lleguen a este punto”, dice Cobo. La justicia llega muchas veces tarde, cuando los niños ya han sido estigmatizados y criminalizados. Y eso no sólo agrava el trauma, sino que perpetúa el ciclo. 

Una de las lecciones que deja el caso colombiano es la necesidad de prevenir. No con discursos o promesas, sino con políticas públicas integrales que entiendan a la niñez como sujeto de derechos, no como amenaza. “Hay que llegar antes de que lleguen los grupos armados. Hay que llegar con educación, con oportunidades, con presencia institucional”, dice Molano. 

México, otro ejemplo de lo mismo

En México, la historia también se repite. Con sus propias particularidades, pero bajo una lógica que resuena familiar.

Hace casi dos décadas, la guerra contra las drogas marcó un punto de partida de una transformación profunda en la violencia. Lo que empezó como una ofensiva del Estado para desarticular a los carteles terminó por generar un nuevo escenario: más grupos, más armas y más reclutamiento. 

Ricardo Peña, director ejecutivo e investigador del Seminario sobre Violencia y Paz del Colegio de México, ha seguido de cerca este fenómeno. Dice que al inicio no se hablaba de un “reclutamiento”. En sus palabras, se hablaba más bien de incorporación o adición de personas, particularmente de varones jóvenes. “Lo sabíamos porque en las estadísticas oficiales era clarísimo que las víctimas y victimarios eran sobre todo varones jóvenes”, dice. 

El primer rol que empezaron a ocupar los niños en estas estructuras fue el del “halcones”, pequeños observadores que informaban sobre movimientos en el barrio, quiénes entraban o salían, quién era extraño. “Esa idea del halconeo era muy típica de las infancias”, dice Peña. Y ahí, el crimen avanzaba un paso más. Los siguientes roles: vendedores de droga, cobradores y, finalmente, sicarios. 

Uno de los casos más estremecedores, cuenta, ocurrió a principios de los años 2010: un niño apodado el ‘Ponchis’, que fue detenido con apenas 13 años, acusado de haber ejecutado asesinatos por encargo. “Ya se dedicaba al sicariato”, dice Peña. Era parte de una estructura mucho más grande. Su historia fue portada de diarios y evidencia que la violencia ya había alcanzado a los más pequeños. 

Con el tiempo, el fenómeno se hizo más explícito. Ya no se trataba sólo de sumar miembros, había métodos de reclutamiento directos, algunos incluso documentados en redes sociales. Según Peña, TikTok ha sido una de las plataformas más utilizadas por los grupos criminales. Se usan hashtags, canciones, emojis y hasta ofertas de empleo falsas para atraer adolescentes. “Hay un código que se utiliza”, dice. Y muchas veces, esos anuncios derivan en desapariciones o traslados forzosos hacia campamentos de entrenamiento, o incluso hacia campos de exterminio, como ocurrió en Teuchitlán, Jalisco. 

El reclutamiento se volvió militarizado. Ya no bastaba con vigilar una esquina: se entrenaba a los menores para el combate, bajo dinámicas marciales. Algunos entraban por necesidad, otros por adicción. Peña recuerda que el auge del consumo del ‘foco’, una metanfetamina barata que se fumaba en el cristal de una bombilla. Era adictiva, accesible y muchas veces era el primer eslabón de una cadena de criminalización. “La segunda, la tercera, cuarta dosis, los llevaba a involucrarse en actividades delictivas. Las organizaciones hacían adictos a los menores”. 

Lo que sí está claro hoy, dice, son las lecciones aprendidas en México en el camino. La primera: que los modelos basados sólo en castigos fracasan. “Tienden a criminalizar a quienes participan en redes criminales sin ver las causas”, dice. Y el otro extremo también es riesgoso: creer que basta con atender la pobreza sin garantizar seguridad. “Se necesita un punto de equilibrio”, dice. “Una política acompañada de educación, salud mental y oportunidades reales”. 

Y todo eso debe ocurrir especialmente en las zonas marginales. Porque allí, insiste Peña, es donde ocurre el reclutamiento. “Hay que construir opciones de vida”, dice. No desde el castigo, sino desde el acompañamiento. 

¿Por qué son útiles para el crimen?

Al saber que este es un fenómeno que se repite en otros países y hoy vive también Ecuador, cabe entonces preguntarse, ¿por qué?

En todo este entramado de violencia, la niñez no sólo se convierte en víctima silenciosa del abandono estatal; también es vista como un recurso funcional por parte de los grupos delictivos. Y lo es por múltiples razones. 

La primera es su condición de invisibilidad. “Los niños se vuelven funcionales porque no levantan sospechas. Pueden circular sin ser detectados, sin ser detenidos. Son invisibles para las autoridades y también para muchas instituciones”, explica Pólit. 

Esa invisibilidad, que debería protegerlos, se transforma en una herramienta para el crimen. Es más fácil que un niño pase desapercibido con un paquete, con un mensaje o incluso con un arma escondida. “Eso los vuelve eficientes para tareas de vigilancia o traslado”, dice. 

La segunda razón tiene que ver con el costo. Como explica Ricardo Peña, los menores son baratos para el crimen: “No requieren grandes sueldos, muchas veces sólo se les paga con pertenencias, respeto o promesas. A veces ni siquiera eso: sólo basta con llenar un vacío que nadie más ha llenado”. En México, añade, se volvió común que los carteles ofrecieran pequeñas sumas de dinero, teléfonos o incluso sustancias adictivas como el ‘foco’, a cambio de lealtad y servicio. “A los niños los hacían adictos para luego atarlos a la estructura criminal”. 

Pero también hay razones de estrategia y sostenibilidad operativa. Hilda Molano y Óscar Cobo explican que los niños no sólo sirven como fuerza de trabajo, sino como piezas clave de la cadena del control territorial. “Los niños son los ojos y oídos de los grupos”, dicen. 

Además, el uso de menores permite extender el tiempo de utilidad dentro de la organización. “Entre más jóvenes entren, más tiempo pueden estar al servicio del grupo. Se les puede ir formando, adoctrinando, haciendo escalar funciones con el tiempo”, dice Cobo. 

En el caso ecuatoriano, Verónica Pólit insiste en que las organizaciones criminales han logrado ver dónde el Estado no ha querido mirar. “Las estructuras delictivas han comprendido mejor que nadie cómo funciona la exclusión”, dice. Por eso, para ella, los niños y adolescentes son útiles porque representan lo que el sistema ha dejado al margen. Y, por esta misma razón, resultan fáciles de captar. “Los grupos delictivos no necesitan usar la fuerza. Basta con observar y ocupar el vacío”, dice. 

Pólit advierte que esto no es nuevo, pero se ha hecho más evidente con el auge de la violencia. “Lo que cambia ahora es la intensidad. El crimen organizado se ha vuelto más estructurado y más territorial. Y en esa lógica, los niños ya no son sólo un daño colateral: son parte activa del engranaje”, dice. Es, en sus palabras, una lógica de mercado: el crimen organiza, distribuye, utiliza y desecha. 

La experta también menciona que hay patrones en el uso de menores. “A los más pequeños se los utiliza como campaneros, como entregadores o como cargadores. A los adolescentes se les entrena para tareas más peligrosas. En ciertas zonas, hay chicos de 14 o 15 años que ya manejan armas de grueso calibre”. Y muchas veces estos casos no llegan a los registros oficiales. “No tenemos cifras claras porque no hay un sistema de seguimiento. Hay niños desaparecidos que no figuran en ninguna base de datos”, dice. 

Además, hay una dimensión emocional que, según Pólit, ha sido desatendida. “Muchos de estos niños, niñas y adolescentes ya no le temen a la muerte. Han crecido viéndola, respirándola. La violencia no les parece ajena. Les parece inevitable”. Y eso es quizá lo más alarmante: que el miedo ya no sea disuasivo. “Cuando un niño deja de tener miedo, deja también de tener frenos”. 

En zonas como el sur de Guayaquil o Esmeraldas, Pólit ha recogido testimonios de madres que ya no saben cómo proteger a sus hijos. “No tienen a dónde acudir. Si denuncian, se exponen. Si callan, sienten que los pierden igual. Están atrapadas”. Es un estado de indefensión del que no se habla lo suficiente: “La narrativa se enfoca en los adolescentes armados, pero no en los contextos que los pusieron ahí”. 

Y mientras esto ocurre, agrega, la respuesta estatal llega tarde o no llega. “Nos hemos acostumbrado a que la protección se active cuando ya hay una muerte, una captura, una tragedia. Pero eso ya no es protección. Eso es una respuesta tardía”, repite. 

Para ella, el enfoque debe cambiar radicalmente: “El sistema debe dejar de mirar a los niños como amenazas y empezar a verlos como víctimas de un modelo que ha fracasado en ofrecerles algo mejor”. 

Porque en Ecuador, como en tantos otros países, los menores no eligen al crimen. “Eligen lo que tienen cerca”, dice. Y si lo único que tienen cerca es una banda que les da sentido de pertenencia, entonces, la elección es sólo aparente. “No podemos pedirles que escojan algo distinto si no hay nada más que escoger”. 

Propuestas contradictorias

Mientras esto ocurre, en los escritorios la conversación es otra. El 5 de junio, el presidente Noboa firmó el Decreto Ejecutivo 21, en el que declara como prioridad nacional la prevención y erradicación del reclutamiento, uso y utilización de niños y adolescentes por grupos delincuenciales. 

El Decreto establece que este reclutamiento es una emergencia nacional. Con esa declaración, Noboa no sólo reconoció el problema, sino que lo convirtió en prioridad nacional. El documento establece que este fenómeno debe ser abordado con enfoque integral, interinstitucional y preventivo. Es decir, que el Estado debe proteger a los menores como víctimas de la violencia organizada, y no como responsable de la criminalidad que los arrastra. 

Según el texto firmado por Noboa, el objetivo es erradicar esta forma de explotación, coordinar acciones entre instituciones, como los ministerios de Educación e Inclusión, la Policía Nacional y la Fiscalía, para adoptar medidas que fortalezcan la capacidad estatal para evitar que más niños caigan bajo el control del crimen. No hay ambigüedad en el planteamiento: los niños que son usados por bandas deben estar bajo protección del Estado. 

Pero, mientras el Ejecutivo declaraba esta intención en el papel, en la Asamblea Nacional, ayer, se impulsó una propuesta que va exactamente en el sentido contrario. El legislador Andrés Castillo, del bloque oficialista ADN, propuso que los adolescentes de entre 15 y 18 años que cometan delitos graves sean juzgados bajo el mismo procedimiento de los adultos. En declaraciones dadas a medios de comunicación, argumentó que la medida no buscaba criminalizar la adolescencia, sino garantizar que los “jóvenes sicarios” reciban una sanción proporcional al daño que causen. 

“No podemos permitir que personas que matan, extorsionan o cometen actos de terrorismo salgan en seis meses. Lo que proponemos es que, si se les encuentra culpables de delitos graves, enfrenten el mismo juicio y la misma pena que un adulto”, dijo el legislador. 

Insistió en que la propuesta busca enfrentar con firmeza a quienes han sido armados por las mafias. Pero lo que no dice es que, al hacerlo, según expertos, está desconociendo la raíz del problema, algo que también fue reconocido por el Decreto Ejecutivo del Gobierno: que esos adolescentes no nacieron delincuentes, sino que fueron capturados por una red que se aprovecha de su abandono y su desesperanza. 

El contraste entre el decreto presidencial y la propuesta legislativa no pasó desapercibido por los expertos, ni por organizaciones dedicadas a la protección de derechos. Desde Unicef, el pronunciamiento fue claro: juzgar a adolescentes como adultos no sólo es ineficaz para reducir la inseguridad, sino que contraviene compromisos internacionales suscritos por Ecuador, como la Convención sobre los Derechos del Niño y vulnera la Constitución, que garantiza un sistema especializado en justicia juvenil. 

El organismo, al ser consultado por Ecuador Chequea, recordó que este sistema no implica impunidad: establece medidas socioeducativas y, como último recurso, la privación de la libertad, pero en centros diferenciados para adolescentes infractores. 

“La privación de la libertad a temprana edad implica una socialización en la violencia, la pérdida de identidad y el desarraigo”, advierte la institución. Lejos de mejorar la situación, este tipo de medidas tienden a fortalecer las redes criminales y a reproducir la violencia. La clave, para el organismo, no está en endurecer penas, sino en prevenir desde el entorno familiar, comunitario e institucional. “Los adolescentes tienen mayor capacidad de transformación positiva. Juzgarlos como adultos desconoce esa posibilidad”, dice. 

Para un habitante de Esmeraldas, quien prefirió mantener su nombre en reserva, este tipo de propuestas también resultan desconcertantes. “Nos dicen que quieren proteger a los niños, pero al mismo tiempo quieren meterlos presos como si fueran adultos”, dice. En su ciudad, una de las más golpeadas por la violencia, ha visto cómo la infancia se ha convertido en una línea borrosa entre victimario y víctima. “Aquí se sabe quiénes son los niños que están metidos, pero también se sabe por qué están ahí. Porque nadie más los ve”, dice, con un tono de resignación que acompaña su historia. 

Benítez insiste en que la respuesta del Estado debe ser distinta. “Necesitamos que lleguen escuelas, trabajos, centros de ayuda, no sólo policías y cárceles”, dice. En su barrio, cuenta, hay madres que saben que sus hijos están siendo reclutados, pero no denuncian por miedo. “¿Qué madre va a entregar a su hijo si sabe que lo van a juzgar como adulto?”, pregunta. Para él, esta propuesta sólo ahonda la desconfianza y el silencio. 

Verónica Pólit también advierte sobre las contradicciones del discurso estatal. “No se puede declarar como prioridad nacional la protección de derechos de los niños reclutados por el crimen y, al mismo tiempo, proponer que se los juzgue con las reglas del enemigo”, dice. Para ella, estas medidas son un síntoma de un Estado que llega tarde y que, cuando lo hace, solo responde con castigo. “La lógica punitiva no sustituye la política pública. El castigo no reemplaza la prevención, ni la protección”. 

Pólit enfatiza que, desde una visión de derechos, los niños y adolescentes reclutados no pueden ser tratados como criminales adultos, porque el involucramiento en el delito es consecuencia directa de una exclusión sistemática. “Cuando un chico ha estado fuera del sistema de salud, de educación, de seguridad, cuando ha crecido en un entorno atravesado por la violencia y sin contención, ¿de qué libertad se habla cuando se dice que eligió delinquir?”, se pregunta. Para ella, aplicar una pena adulta a una historia que nació del abandono es una forma de renunciar a comprender la complejidad de ese proceso. 

Con esta visión coinciden todos los expertos consultados y Unicef: el reclutamiento de menores siempre es forzado, sin importar la condición en la que se dé. 

Hoy, la Asamblea decidirá si la inclusión de la propuesta sobre el juzgamiento de menores como si fueran adultos se incluirá en el informe para primer debate de la Ley Orgánica de Innovación y Fortalecimiento de la Gestión Pública, calificado como urgente en materia económica, que continúa siendo tratado en la Comisión de Desarrollo Económico. Con esta propuesta, la bancada de ADN buscará incluir esta, junto con otras reformas, en el proyecto de ley que lleva como bandera temas económicos. 

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Pablo Terán
Pablo Terán
Webmaster en Ecuador Chequea. Profesional en Comunicación Social, experiencia-26 años. He trabajado en diferentes medios de comunicación, entre ellos Diario La Hora, por 18 años. Fui Editor de Sociedad, Quito e Interculturalidad. Tengo, además, una maestría en Psicología Holística.

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