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viernes, diciembre 5, 2025
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En Quito elevan la voz contra las desapariciones forzadas

Las Malvinas no es el único caso. Organizaciones denuncian 33 desapariciones forzadas vinculadas a las Fuerzas Armadas en 2024, tras la declaratoria del conflicto armado interno. Conoce sus historias y su lucha. 

POR: Esteban Cárdenas Verdesoto

Los tambores retumbaban en medio de la Plaza. Más adelante, un grupo de personas gritaba con todas sus fuerzas; tanto que sus cuellos mostraban la forma de sus venas con cada palabra que, al unísono, llenaba el espacio que hoy decidieron ocupar. “Asesinos, asesinos, asesinos”, decían los gritos de la multitud, que con pancartas y camisetas blancas, que reflejaban el intenso sol del mediodía, buscaban hacer escuchar su mensaje. 

“Soy una madre, soy campesina, soy una mujer que hoy busca a su hijo desaparecido; busco justicia y una respuesta sobre dónde está, a dónde se lo llevaron. Sólo queremos una respuesta, un culpable. Mi hijo tiene 18 años y hoy está desaparecido. Y el Estado no hace nada”, sale la voz de una mujer por el altoparlante improvisado colocado detrás de las vallas que hoy, como es costumbre ya, bordean el Palacio Presidencial. “Hoy levantamos la voz por nuestros hijos. Queremos justicia”.

Cada vez eran más las personas reunidas. Llegaban a observar cada una de las pancartas que se colocaron en el suelo de la plaza y en las mismas vallas que rodeaban Carondelet. Todo detrás de la figura de militares que se encontraban resguardando el edificio. 

Mientras tanto, en medio de la multitud, 33 familias también buscaban respuestas. Sus casos, sin embargo, destacan en la escena por una razón. Y es que son esos mismos uniformes, de la institución militar, los que son el objetivo de sus denuncias. “Desaparecido por militares”, se leía en sus pancartas. Son estos casos los que han denunciado desapariciones forzadas por fuerzas del orden. 

Son ellos también los que han embanderado sus casos con el ejemplo del Caso Malvinas, que también estuvo presente en el plantón a través de pancartas de todos los tamaños que, aseguraban, no dejarán en el olvido la muerte de cuatro menores el mismo día en el que un operativo militar los detuvo y, según declararon dos de los militares procesados por el caso, los agredió físicamente. 

Sus historias, prometieron en el plantón, no podrán quedar en el olvido y deberán tener una respuesta desde las autoridades. “Sii es necesario, la buscaremos hasta el final de nuestros días”, así lo afirmó una de las madres que llegaron al plantón y que, hoy, también denuncia la desaparición de su hijo después de ser detenido por cuerpos militares. Aquí te traemos algunos de sus testimonios. 

Más casos

Una de las mujeres de la multitud lleva un gorro de lana blanco, que espera que le cubra del fuerte sol. Todo combina con una camisa blanca que muestra la fotografía de su familiar, Dave Robin Loor Roca. En medio del ruido de instrumentos y consignas, la mujer, quien prefiere no revelar su nombre por seguridad, cuenta lo que ha tenido que vivir en los últimos meses. 

“Robin Loor Roca salió el 26 de agosto de 2024, aproximadamente a las 16:30, en la ciudad de Ventanas, a comprar una empanada en una motocicleta junto con Juan Daniel Santillán. Él fue interceptado por una patrulla militar, quienes le hicieron bajar de la moto, lo requisaron, le hicieron levantar la camisa y no le encontraron nada. Después, no sabemos por qué motivo, le hicieron subir a la camioneta. Tenemos los videos donde se evidencia cuando le hacen subir e, inclusive, le van golpeando. Y desde ese momento no sabemos nada de él”, dice la mujer, con los ojos entrecerrados por el sol, pero también para intentar ocultar los cristales que se van formando por los recuerdos. 

“No sabemos dónde está, ni a dónde se lo llevaron. Hay un informe militar en el que la patrulla militar E25 Base Sur indica que fueron ellos los que lo retuvieron pero que a las 18:30 lo habrían dejado libre. Algo que sabemos que es mentira, porque si lo habrían dejado libre él ya estaría con nosotros”, repite antes de una breve pausa de silencio en la que su rostro muestra la resistencia a colapsar en el dolor. 

Desde ese día, ella y su familia no han recibido respuestas sobre la desaparición de Robin. Y las investigaciones abiertas no han logrado tampoco ningún tipo de avance que les permita saber qué pasó con él. Hoy, es lo único que buscan: una respuesta. 

“Estamos clamando justicia y queremos que el Estado nos diga qué pasó con ellos, por qué se los llevaron, por qué no aparecen. Queremos que activen los protocolos de búsqueda. Hoy somos 33 familias que estamos devastadas y que nos sentimos desprotegidas por el propio Gobierno”, repite. 

Y es que hoy ella tiene miedo. Teme al ver una patrulla militar cerca, teme los operativos de rutina, teme los uniformes de tonos verdes que, cada vez, son más comunes en el país. “No nos sentimos seguros ni confiados con los militares, porque fueron ellos los que les han desaparecido, son ellos los que se los han llevado. Son ellos los que crean una narrativa en la que supuestamente son delincuentes, cuando no es así. Sólo confunden a las personas. Cuando vemos una patrulla militar, no sabemos si correr o quedarnos, porque también tenemos miedo de ser desaparecidos”. 

Pero este miedo no es nuevo en Ecuador. María Fernanda Restrepo, quien también formó parte del plantón luciendo la misma camiseta blanca que la ha acompañado durante toda su lucha, lo ha sentido desde hace más de tres décadas. Su batalla comenzó en 1988, cuando sus hermanos, Santiago y Andrés, fueron víctimas de desaparición forzada a manos de la Policía Nacional. Desde entonces, su vida ha estado atravesada por la búsqueda de justicia, memoria y verdad. 

Hoy, 36 años después, la historia vuelve a repetirse con nuevos rostros; rostros como el de Robin Loor, o el de Steven Medina, uno de los niños del Caso Malvinas, o Ismael Arroyo, o Josué Arroyo, todos parte del mismo caso. Pero hay algo que, asegura, no ha cambiado: los mismos silencios del Estado. 

“Es muy duro constatar que, pese a toda nuestra lucha por hacer justicia, estos casos han vuelto a suceder. Han vuelto cuatro, por nueve niños, por ejemplo. Son nueve niños menores de edad los desaparecidos entre estos 33 casos de desapariciones forzadas que vinimos a denunciar. Para mí es muy triste decir: ¿En qué quedó nuestra lucha, en qué quedó la conciencia, la memoria?”. Con estas palabras y señales claras hechas con el dedo hacia Carondelet, Restrepo denuncia que la historia vuelva a repetirse, sostenida por la indignación, pero también por una fatiga histórica que se le clava en los hombros. 

A su alrededor, los pasos de decenas de personas resuenan en los adoquines de la plaza. Son familiares, madres, hermanas, padres, quienes en medio del sol, el ruido y la incertidumbre, portan carteles con rostros que se repiten en silencio. Son los nombres de sus hijos y familiares desaparecidos en circunstancias que, según dicen, tienen el mismo patrón: detención por parte de militares o policías y, desde ese momento, el silencio. Nadie sabe nada más. Nadie responde. 

Restrepo conoce bien ese silencio. Lo ha vivido y lo ha enfrentado por años. “Muchos quieren que esto quede en la nada, que ya pasó, una noticia más de esas que se van con el periódico del día. Y aquí estamos para decir: ‘No olvidamos, no callamos. Esto ha pasado y hay que responder’”, repite con el mismo énfasis con el que ha gritado en los últimos años por la búsqueda de sus hermanos, una que ha visto a su familia partir sin respuestas. El eco de sus palabras no sólo impacta en la plaza, a las familias, sino también en la memoria de un país que, como ella lo señala, “se está acostumbrando al horror”. 

“Realmente la gente se está acostumbrando a las desapariciones. Es un número más. Dicen: ‘Ah, qué bueno que pasó. Es el precio de la seguridad’. Pero si fuera tu familiar —esta vez se dirige directo con el dedo hacia la cámara, como hablando a través de las líneas a quienes, por cuestiones de la vida, han terminado leyendo estas palabras— el desaparecido, ahí ya no hay precio. No hay valor que devuelva la vida humana”, sigue sin casi respirar. En su camiseta sigue pintada la sombra de sus hermanos. Hoy, la memoria también se plantó. 

***

Ese mismo vacío lo enfrenta también el padre de Michelle Montenegro, maestra ecuatoriana desaparecida el 5 de junio de 2019. Han pasado casi siete años desde aquella mañana en que no volvió a casa, pero su padre sigue sin respuestas. “Este 5 de junio se van a cumplir siete años de su desaparición y el Estado no ha hecho nada. No sabemos si está viva o muerta. No sabemos absolutamente nada. Y por eso decidimos que el Estado es culpable, por no garantizarnos ni siquiera el derecho a la verdad”, dice con la voz quebrada. 

Él, como otros, entregó pruebas, pistas, nombres, direcciones. Nada bastó. “Les dijimos a la Fiscalía y a Dinased cuál fue la última persona que estuvo con mi hija, el nombre del chofer, la unidad en la que viajaba. No hicieron nada. No movieron un dedo. Fueron a la reconstrucción de los hechos un año después. Y cuando pedimos que revisaran las cámaras de vigilancia del barrio, fueron después de tres meses, cuando ya se había perdido toda la información”, cuenta. Sus manos tiemblan, pero su determinación no. 

“Estamos aquí porque exigimos respuestas. No estamos pidiendo, estamos exigiendo porque es nuestro derecho. Así lo garantiza la Constitución y este Estado, este gobierno que vuelve a tomar el poder tiene que responder”, continúa. Pero, esta vez, su presencia en el plantón no fue solo por Michelle, por quien ya ha gritado durante años, sino también por los 33 desaparecidos en 2024 en manos de las fuerzas del orden. “Estamos aquí también por los niños de Las Malvinas y por todos a quienes el Estado también les falló, por quienes fueron desaparecidos por quienes juraron protegerlos. Hoy gritamos también por ellos”. 

Un problema que ha ido en aumento 

Con chalecos celestes y un logo de letras blancas, representantes de la Fundación Regional de Asesoría en Derechos Humanos (Inredh) también estuvieron presentes en el platón con una convicción clara: acompañar a las familias, exigir respuestas y documentar lo que, desde su análisis, se ha convertido en un patrón sistemático de violencia estatal. 

Ingrid García, vocera de Inredh, destacaba entre la multitud por su presencia y su apoyo a quienes llegaban en la lucha por sus familiares. En medio de las consignas, la mujer, alta como para destacar entre la gente, explica que la desaparición forzada se ha consolidado el último año por la declaratoria de un “conflicto armado interno”.

“Los casos de desapariciones forzadas en el año 2024 han aumentado debido a la declaración de este conflicto armado interno, que no tiene ningún sustento jurídico, más que justificar la violencia por parte estatal”, dice mientras al fondo se escuchan a las batucadas tocar con fuerza. A su alrededor, madres sostenían fotografías, niñas colaboraban con la pintura de los carteles en cartón y el tambor marcaba el pulso de la protesta. “Ha habido casos de tortura y desaparición que no han tenido justicia ni mayor investigación”. 

Según la representante de la organización, la falta de información oficial ha sido uno de los principales obstáculos para avanzar en los procesos judiciales. “El Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas no ha desclasificado la información, no ha entregado nada a la Fiscalía, que es el ente rector de las investigaciones. Y esa desclasificación sólo puede hacerse por orden del Gobierno Nacional, del Presidente”, dice. En otras palabras, la verdad, está literalmente, bajo llave. 

Este bloqueo de la información ha producido, en palabras de García, un “muro fuerte” ante el cual las familias chocan sin cesar. Un muro sostenido también por el espíritu de cuerpo de las Fuerzas Armadas. “Desde el inicio el Ministro de Defensa salió a declarar que las Fuerzas Armadas son un ente fuerte, unido. Ese espíritu de cuerpo es el problema, es lo que ha blindado los procesos y ha obstaculizado a la justicia”. 

Lo ocurrido en el caso Malvinas es para García apenas la punta del iceberg. Si bien este ha sido mediático, García asegura que los 33 casos restantes son igual de graves y, detrás de cada uno, se repite un patrón. “Hay una historia atravesada por la pobreza, el racismo y la exclusión estructural”. 

“Las 33 personas tienen características bien específicas: son de sectores empobrecidos, son personas racializadas y personas que han estado, se puede decir, en el momento y en el lugar inadecuado. Y los militares han aprovechado estas circunstancias, con un perfilamiento racial y clasista, para ir en contra de estas personas, torturarlas y desaparecerlas”, denuncia con la misma fuerza que los gritos que la rodean. 

Para Inredh, esa violencia no se justifica bajo ninguna lógica de seguridad. “Se señala que todo esto se da en el marco de un operativo, pero si fuera así, debería haber registros claros, protocolos activados, pruebas. Pero no hay nada. Y sin eso, no hay justificación”, repite. 

La organización no se queda únicamente con el señalamiento. Junto con colectivos feministas, artísticos, de memoria histórica y de derechos humanos han acompañado a las víctimas, a las familias, para que sus demandas no se pierdan en el ruido político diario. “Declarar héroes a las víctimas no es una respuesta efectiva. Lo que necesitamos es saber qué pasó. Exigimos verdad, justicia, memoria y garantías de no repetición. No sólo para estas 33 familias, sino para toda la sociedad”. 

Por esto, García, con el corazón cada vez más pequeño reflejado en su voz, hace un llamado a repensar las estrategias de seguridad implementadas en el país. “La Corte Constitucional ya ha señalado que no se pueden emitir varios estados de excepción sin un plan. Y nosotros estamos de acuerdo. Tiene que haber una estrategia para combatir la violencia, sí, pero esa estrategia no puede ser más armas ni más militares en las calles. No es ese el camino”. 

La apuesta, dice, debe ir por otro camino. “Lo que se necesita es inversión social, trabajo con la ciudadanía, fortalecimiento del tejido social entre sectores históricamente olvidados como Esmeraldas, como zonas de Guayaquil, Los Ríos. Sólo así se puede combatir la violencia con dignidad”, termina García mientras una madre, en el mismo altoparlante que hace un momento levantó con fuerza su voz, rompe en llanto. Y son esas lágrimas también parte de la denuncia. 

Un caso que sigue en pie

Hoy, fue el caso Malvinas el que animó a decenas de personas a levantar también su voz, porque sus familiares no pueden hacerlo. Entre esas voces que atravesaron la Plaza de la Independencia, la de Rodeny Medina, padre de Steven Medina, cargaba un peso distinto. No sólo hablaba como un padre más, sino como un sobreviviente de una herida que aún sangra. Su hijo tenía 11 años cuando fue detenido por militares, el 8 de diciembre de 2024, en Guayaquil. Horas después fue hallado sin vida, junto a otros tres menores: Ismael y Josue Arroyo y Nehemías Arboleda. 

Rodney lleva en su pecho la foto de Steven. La mira, de reojo, mientras habla, como si le hablara a él desde el fondo. “Queremos justicia, saber la verdad. Queremos saber por qué se llevaron a nuestros niños, por qué los maltrataron, qué les hicieron”, dice antes de hacer una pausa, como si tomara algo de fuerza del aire y de los gritos de los demás padres que se congregaron en este espacio. “Nosotros necesitamos que el Presidente, por lo menos, se pronuncié. Que nos dé aunque sea su más sentido pésame. Algo. Que se haga presente. Pero parece que a él no le importamos los pobres”. 

Su dolor no viene sólo de la pérdida. Viene también del abandono que ha tenido que vivir y en el que su hijo tuvo que crecer. “¿Por qué piensa que porque venimos de un barrio pobre somos delincuentes?”, se pregunta con la voz baja, como si hablara para él mismo. “Nosotros no tuvimos oportunidades. No hay trabajo, no hay estudio, no hay deporte para los niños, ni becas, ni cursos. No tenemos apoyo del Gobierno. ¿Cómo quieren que uno salga adelante? Y encima nos juzgan”. 

Desde el 8 de diciembre, Rodney ha vivido lo que describe como un dolor eterno. Y sus palabras lo dicen en voz alta. “Le digo la verdad: me siento como un muerto en vida”; lo dice con una mirada perdida, hombros que pesan más que su propio cuerpo y pasos delicados, como la inercia misma. “Agradezco a Dios, porque, por más duro que sea esto, él me ha dado la fuerza para seguir. Nunca pensé aguantar tanto dolor como el que estamos pasando. Es muy duro”. 

Para el hombre, lo más difícil del proceso ha sido conocer los detalles. Las pruebas. Las declaraciones. “Imagínese enterarse de que sí los maltrataron, los torturaron, los golpearon. Es como volver a empezar de nuevo, como volver a vivir su dolor, como revivir el momento una y otra vez. Y cada vez que aparece algo nuevo, la historia se repite”. Su mirada vuelve a perderse después de unas cuantas palabras. “Esto no se supera. Sólo se sobrevive”. En esta frase, el hombre hace referencia a las declaraciones de cuatro de los 16 militares procesados por el caso durante una reconstrucción de los hechos, en la que aceptaron que los menores sufrieron de golpes, puñetazos, llaves de lucha y una ejecución simulada antes de ser abandonados en Taura, una parroquia rural del sur de Guayaquil. 

Pero, en medio de todo, en sus palabras hay destellos de esperanza. “Yo sí creo que con estos plantones, con esta unión, vamos a lograr algo. Mucha gente ha salido con nosotros, dándonos la mano. Nos hemos vuelto uno solo. Y yo tengo fé. Fé en que así demore, así sea tarde, la justicia va a llegar”. 

Hoy, Rodney no estaba solo. Iba con otras madres y padres que llevaban los nombres de sus hijos bordados, pintados e impresos. Iba también con una familia que ya no quiere callar. Su voz, la de un padre que enterró a su hijo por causa del Estado, se alzó entre los gritos de una plegaria imposible: justicia, verdad, reparación. A dos días de un día de la madre lleno de dolor, su voz también se juntó por los llantos de quienes dicen que gritarán más fuerte para festejar su día buscando la verdad de sus hijos. Hoy, el dolor es uno; pero la lucha también. 

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