La jornada electoral se vio mimetizada con la fe católica; miles de fieles llenaron las iglesias de la capital, y acudieron masivamente a las urnas. Conoce todos los detalles.
POR: Juan Camilo Escobar
El incienso flotaba en el aire cuando las campanas del convento de San Francisco comenzaron a sonar. Eran las ocho de la mañana y, a pesar del balotaje presidencial que enfrenta a Daniel Noboa y Luisa González, las calles adoquinadas del Centro Histórico de Quito no estaban tomadas por la política, sino por la fe.
Hombres, mujeres, ancianos y niños llegaban en silencio, muchos con ramos de palma trenzados entre las manos. Algunos venían desde el sur de la ciudad; otros, desde provincias cercanas. Iban con paso firme hacia el templo católico más grande de la capital y de Latinoamérica, como lo han hecho generaciones enteras antes que ellos.
Durante la jornada, en distintos barrios quiteños se repitió la escena: filas de feligreses que avanzaban hacia sus parroquias, ajenos al movimiento electoral de la jornada, que cedía el protagonismo a lo espiritual. En El Rancho Bajo, en el norte, o en La Tola y San Blas, en el centro, los feligreses incluso participaron en pequeñas procesiones para ingresar a los templos.
Como cada año, la mayor de estas peregrinaciones tuvo lugar entre la Basílica del Voto Nacional, en la loma de San Juan, y la iglesia de San Francisco, en pleno corazón del centro histórico. El recorrido, de varios kilómetros, fue una muestra más de que la religiosidad popular conserva su vigor, incluso cuando la democracia llama obligatoriamente a las urnas.
“Antes vinieron mis padres y ahora yo. Y siempre seguiré viniendo hasta que Dios decida llevarme”, contó María Benítez, de 73 años de edad, mientras se abría paso, lentamente, entre la multitud. “Vengo a bendecir mi ramo, que debe acompañarnos todo el año. Cuando la tormenta no cesa, quemamos un poquito de romero… y, poco a poco, se apacigua”.
Mientras los feligreses llenaban las iglesias del centro de Quito, la devoción tomaba otra forma en las aceras. No eran rezos, sino ofertas. No incienso, sino el aroma penetrante del laurel fresco, mezclado con el dulzor de las rosas blancas. La economía informal se desplegaba como un ritual paralelo, con la misma solemnidad, con el mismo fervor.
A la entrada de cada iglesia, los vendedores ambulantes formaban su propio cordón espiritual. Otros se deslizaban por las calles como en una procesión alterna, con canastas al brazo y la voz afinada por la costumbre. Uno de ellos, Alexander Real, Tabacundeño de 29 años de edad, apostado junto a la estación La Marín, de la Ecovía, lanzaba su pregón con precisión casi litúrgica:
—¡Ramos de laurel y rosas blancas de Tabacundo a solo un dólar!
Quienes se detenían a comprarle no sólo recibían un manojo de ramas y flores. También escuchaban una breve catequesis callejera. Según él, un ramo bendecido con una rosa blanca traía paz espiritual. Pero entre confesión y venta, soltaba una verdad más terrenal: este año, el laurel estaba caro.
“Muchas fincas en Tabacundo se aprovecharon”, les decía al contarles que el quintal de laurel subió de dos cincuenta a cuatro, incluso seis dólares.
Aun así, no dudaba. Para él, seguir vendiendo tenía sentido: “No sólo ganamos unos dólares extra. Ayudamos a que nadie se quede sin su ramo. Esto también es fe”.
En el mercado central, la tradición también tiene rostro. Marcela Cocha Tapia, comerciante de manos ágiles y voz firme, explicaba con orgullo los ingredientes del ramo perfecto. “Tiene que llevar un poco de bambú, romero, laurel y paja toquilla. Hacerlo toma tiempo, pero así debe ser: ese es el verdadero ramo de Domingo de Ramos”.