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Coangos: la lucha contra la minería es una ‘lucha por la vida’
agosto 31, 2023

Comunidades del Pueblo Shuar Arutam, ubicadas en el sur de la Amazonía ecuatoriana, se han visto ‘cercadas’ en los últimos años por actividades mineras. Su lucha contra el extractivismo continúa.  

POR: Esteban Cárdenas Verdesoto

Flotaban. Flotaban en el aire rompiendo el silencio. Flotaban en el viento de la noche; ese que refresca los cuerpos. Flotaban en medio de la nada; donde los ojos de otros humanos no llegan. Esos humanos que viven en ciudades; allí donde el tiempo vuela. 

Flotaban. Flotaban cerca del fuego y del rojo de las brasas. Flotaban acompañados por el olor a sajino -una especie de cerdo- y humo. Flotaban desde el ‘pinkiuí’, una flauta hecha de caña del Amazonas. 

Los sonidos rebotaban en paredes de madera, acompasados con ritmos de hace muchos, muchos años. Y de repente: silencio. 

«Samuria, samuria. Kuá kuá kuá,….», empezó su canto.

La luz de la fogata iluminaba el cuarto hecho de ampakai – como se le llama en lengua shuar- a un tipo de palmera que se encuentra en la Amazonía. Apenas una cama, una tabla roída, que sirve de banca, y un mueble hecho a mano, con madera de selva, y lleno de cabezas de verde adornan el espacio. 

“Este es un canto que me enseñaron mis abuelos. Tiene muchos años y habla de una rana que está en un lago. (…) Es un canto shuar que se cantaba cuando nuestros abuelos se sentaban con la familia mientras se preparaba la comida, en las noches. Los hombres tocaban los instrumentos, unos más grandes y también el ‘tampur’ – tambor en shuar – y las mujeres cantaban”, recuerda un hombre con sus ojos profundos y ligeras ojeras. 

Bosco Tiwaram tiene 61 años y ha vivido toda su vida en esta selva. Su cabello luce húmedo, como el clima de la selva, y sus manos agrietadas por el trabajo diario: mantener la tierra, cuidar de los animales, cazar y estar pendiente de lo que ocurre en la casa. 

Antes de volver a ponerse el ‘pinkuí’ en los labios, el hombre de rostro sinuoso pide a su esposa, María Saant, una mujer delgada con facciones y arrugas pronunciadas, revisar si ya está listo el sajino que, por la tarde, él logró cazar en una de sus visitas al “monte”. 

El techo es de ‘paja’ y hojas secas. El suelo de tierra, lo que permite mantener la fogata dentro del cuarto. En esta casa, Tiwaram y su esposa han visto crecer a sus diez hijos. Hoy, la mayoría ya no vive con ellos. 

“Samuria, samuria, Kuá kuá kuá,…”, repite Bosco mientras María acompaña su canto, bañado por el ruidoso silencio de la noche y la melodía de insectos en sincronía con su voz.

La historia apenas empieza.

***

Coangos es un lugar alejado del mundo, donde las sombras de la modernidad no permiten olvidarse que hay un ‘afuera’. La comunidad indígena shuar se levanta en medio de la selva de la cordillera del Cóndor, aislada por frondosos verdes, cauces de agua y todo tipo de animales e insectos. Guantas, guatusas, monos, sajinos, venados, cuchuchos -una especie de coatí con nariz alargada y cola rayada- y diferentes especies de aves comparten este ‘paraíso’ con los más de 100 habitantes que viven en la comunidad. 

Coangos está ubicada a alrededor de 30 kilómetros de la frontera de Ecuador con Perú, en Morona Santiago; a más de 430 kilómetros de distancia la capital del país. Para llegar hasta aquí no hay carreteras. Quienes buscan entrar o salir de la comunidad deben viajar alrededor de 10 horas – desde Quito- hasta el río Yuquiantza, donde se toma un bote, que emprende camino por movidos caudales hasta terminar en el río Santiago. Desde allí, dos horas de caminata separan al bote de la comunidad. 

Las casas son todas de madera y sus techos de lámina. Las construcciones, con dos pisos cada una, lucen simples. Palos y tablas levantan un primer piso, distanciado por unos 30 centímetros del suelo, donde las familias generalmente tienen la sala y el comedor. En el segundo piso se ven hamacas, donde duermen y descansan los ‘vigilantes’ de la selva. Hay casas que no tienen paredes y otras que sí han logrado colocarlas para protegerse de los vientos de la madrugada y de los insectos. 

En este espacio se escuchan a viva voz sonidos de moda en canciones de reggaetón o trap acompañando el día a día de la comunidad. Una de las casas se encarga de ambientar el lugar desde que sale el sol hasta que, por la noche, gran parte de la población se junta en el internet local para ver videos en familia o revisar sus redes sociales. En la comunidad existe servicio de internet satelital, éste fue contratado por uno de los habitantes de Coangos, Luis Pinzón, quien cobra un dólar por dos horas de internet. 

En el medio de la comunidad hay una cancha de fútbol, que también sirve para celebrar eventos y fiestas. A un lado, dos pequeñas ‘casas’ de madera, de no más de 20 metros de largo, se levantan para recibir a los niños y niñas que asisten a la escuela – aquí solo se puede estudiar educación básica. En un cuarto se imparten clases a niños de todas las edades.

En Coangos, los minutos pasan como si fueran horas. Las loras se alzan en vuelo con sus particulares gritos, sobre la comunidad, mientras personas como Alfonso Saant prepara sus botas y carabina antes de salir a los terrenos a traer verdes para la comida e intentar cazar algo en el camino. 

Allí, se siente la calma aunque un grito la interrumpe, en una de las casas, se avisa al resto de la comunidad que la llave que trae agua desde una fuente cercana se tapó. Y es que, aún rodeados de ríos y riachuelos, Coangos no tiene agua todo el tiempo. Por turnos, los hombres caminan todos los días alrededor de una hora “monte arriba” para asegurar que el agua llegue a la comunidad por un tubo, que está algo afectado por el paso del tiempo. 

Pero, en medio de la calma, hay algo en el ambiente que no cuadra. 

***

Los ojos de las personas en Coangos me miran fijamente al caminar. Un rostro extraño, según Jimmy Tiwaram, de 32 años, siempre levanta sospechas sobre los intereses detrás de la visita. En más de una ocasión, a la comunidad han llegado extranjeros y empresarios mineros buscando hacerse con la riqueza de la zona. Y es que en los alrededores de Coangos, en la cordillera del cóndor, no sólo hay vida y verde. En las milenarias montañas cubiertas de selva y en las fuentes de agua se han encontrado grandes yacimientos de metales; principalmente cobre y oro. 

“Como líder de aquí hemos escuchado de las autoridades y empresarios que el río Coangos y las montañas tienen montones de oro. Hace un año nomás vino un empresario chino a visitar la comunidad. A él lo acogí en mi casa, porque dijo que quería hacer turismo”, dice Tiwaram, mientras alza su dedo para señalar una de las montañas que está frente a la comunidad. “Ahí, la mitad de esa montaña son terrenos de mi familia y ahí tengo mi casa, porque no termino de acostumbrarme a vivir dentro de la comunidad. Todo ese terreno me quiso comprar el empresario chino para explotar el cobre. Primero me ofreció dinero y yo me negué. Después me ofreció darme una casa, carro y dinero para vivir en la ciudad y pensé venderle el espacio. Pero conversé con mis padres y decidimos rechazarle, porque al final a nosotros nos sirve más la tierra donde vivimos, cultivamos y cazamos”, menciona. 

Luego de una breve pausa, Jimmy Tiwaram continúa su camino. Él cuenta que estas escenas se han convertido en algo común para la comunidad. En Coangos ya han tenido varios acercamientos con mineros que han intentado comprar tierras para iniciar procesos de exploración.

“Aquí y en las comunidades indígenas shuar las decisiones se toman en conjunto. Y luego de las reuniones, tanto con autoridades como con la comunidad, aquí hemos decidido no dar paso a las mineras”, dice, mientras señala algunos huertos tradicionales; donde las familias cultivan ají, chonta, papaya, papa china, plátano, verde y otras plantas. “Vea, esos son huertos shuar”.

La comunidad de Coangos es parte del territorio del Pueblo Shuar Arutam, ubicado al sur de la Amazonía ecuatoriana. Arutam es la divinidad máxima de la cosmovisión shuar, que generalmente habita en cuevas y espacios sagrados. 49 comunidades y alrededor de 6.300 personas viven en esta zona de la selva de la cordillera del cóndor. Más del 90% de este espacio es bosque primario, lo que significa que no ha sido tocado o manipulado por actividades humanas. 

Las montañas que se levantan aquí, un lugar que parece vacío y casi inexistente desde el ruido y movimiento de las ciudades, son únicas por su gran diversidad natural. En este recóndito ‘paraíso’ se han encontrado más de 2.000 especies de plantas, 140 especies de mamíferos, 620 de aves, 10 de reptiles y alrededor de 56 especies de sapos y ranas.

Pero no solo esto, la cordillera del cóndor es también un tesoro hídrico. Sus altos y frondosos escarpados dan vida a cientos de fuentes de agua que terminan convirtiéndose en ríos; entre los cauces principales están el río Santiago, Zamora y Coangos. No es raro, al caminar por sus rutas zigzagueantes como las propias montañas, encontrarse con fuentes de agua o pequeñas cascadas que descienden a una corriente mayor. 

Solo en un camino de dos horas se cuentan 15 fuentes de agua, entre pequeñas y pronunciadas, que acompañan la ruta. 

“La selva es nuestro hogar, nuestro supermercado, nuestra farmacia, es prácticamente todo para nosotros. Por eso queremos cuidarla y no queremos que entre la minería”, dice Tiwaram mientras continúa el recorrido.

Pero poco a poco, a pesar de su resistencia a la minería, su hogar se ve acechado por grandes conglomerados, actividades ilegales y el ruido del ‘desarrollo’. 

El hombre alza su brazo delgado, como un palo, para señalar un objeto que surca el cielo. Éste viene acompañado de un gran estruendo que recuerda al ruido de aeropuertos o de las ciudades en ‘horas pico’. 

“Esas son avionetas que generalmente van a Warintza, una de las comunidades shuar que aceptó la entrada de los mineros. Pasan todo el día y son de las mineras. Ahí, según he hablado con los familiares que tengo allá en Warintza, llevan a trabajadores y productos todos los días”, afirma, mientras alza la voz para opacar el sonido de la aeronave. 

Durante el día, se escuchó al menos 10 veces el paso de éstas avionetas sobre la comunidad de Coangos, rompiendo con el canto de las aves y el correr del agua. La minería se siente cada vez más cerca. 

***

Llega la noche y con ella, el momento de la cena. Uno de los habitantes y actual síndico (autoridad principal) de Coangos, José Saant, invita a su casa a descansar y conversar. Un plato de yucas fritas, acompañadas con té de guayusa, espera.

José Saant, un hombre delgado y bajo, hace pública una preocupación que, explica, es parte del día a día de la comunidad y algo por lo que se está peleando: “Nosotros estamos muy preocupados por lo que está pasando afuera, en otras comunidades. Vemos cómo la minería avanza en comunidades como Warintza – un territorio ubicado a alrededor de 15 kilómetros de Coangos, más cerca de Perú -. Ahí, la minería entró dando dinero a los shuar y vemos cómo ahora ha destruido sus tierras, el agua y han llevado otras costumbres a la comunidad”.

Saant teme que esto pase también en Coangos y, según lo que le cuentan los dirigentes de otras comunidades cercanas, el ‘peligro’ está cada vez más cerca. 

El síndico es un hombre de 51 años. En la tenue luz de la sala de su casa, a la que le falta la mitad del suelo de madera, su rostro luce cansado luego de una larga jornada en el monte. Los ojos se le entrecierran en ocasiones, sobre sus profundas ojeras. Pero, a pesar del cansancio, no decae al hablar del problema.

“Nosotros hemos pedido ayuda a las autoridades. Aquí, como pueden ver, tenemos muchas necesidades. La educación que reciben nuestros hijos no es buena y tampoco tenemos para mandarlos a estudiar a la ciudad. Además, no tenemos atención médica. Hemos pedido ya varias veces que nos ayuden con la construcción de un pequeño centro de salud, aunque sea con dos camas, oxígeno y materiales. Pero parece que ni les importamos”, dice el hombre con indignación y tristeza en el rostro. 

La falta de recursos y el olvido estatal que vive Coangos y otras comunidades shuar también son el pan de cada día. Saant explica que si alguien se enferma en la comunidad debe viajar a Macas, la ciudad más cercana, para poder recibir atención médica. El viaje puede costar hasta $600, en caso de que la persona deba ser hospitalizada. “Solo dese cuenta, la persona enferma no puede salir sola. Si le acompaña un familiar, él debe pagar un lugar donde quedarse, la comida y los medicamentos que generalmente no los dan”. 

Esta falta de atención y recursos han llevado a miembros de la comunidad a considerar las propuestas mineras; aunque, de momento, la mayoría aún cierra la puerta al extractivismo. 

‘Cercados’ por la minería

El 55% del territorio del Pueblo Shuar Arutam está concesionado a empresas mineras. De las 190.000 hectáreas que comprenden su territorio, 104.500 han sido entregadas por el Gobierno ecuatoriano a empresas mineras de todo tipo.

Cada cuadrado del mapa representa una concesión minera. Éste ha sido elaborado por la Fundación EcoCiencia como parte del Proyecto de Monitoreo de los Andes Amazónicos, en el que también participó el Pueblo Shuar Arutam con actividades de monitoreo. 

En el territorio de estas poblaciones se han registrado 42 puntos dedicados a la minería artesanal y 16 destinados a la minería a gran escala. El informe del proyecto que analiza la actividad extractiva en la zona, también evalúa el daño que han tenido los diferentes territorios y comunidades por estas operaciones. 

En el caso de Warintza – comunidad nombrada en varias ocasiones en Coangos como un ejemplo de lo que causa la minería -, la fundación ha registrado, entre junio de 2020 y octubre de 2022, un total de 15,7 hectáreas afectadas por la actividad minera -lo mismo que nueve campos de fútbol- y 12,4 kilómetros que han sido destinados para la construcción de vías. 

“El total de la actividad minera reportada en este caso de estudio se encuentra dentro de dos concesiones. La mayor parte del aumento de actividad se identificó en la concesión minera Caya 21, dedicada a la extracción de cobre, bajo el régimen general de minería, a cargo de la compañía Lowell Mineral Exploration Ecuador S.A (ARCERNNR, 2022)”, se lee en el informe.

El daño en Warintza incluso es visible desde el espacio. La imagen divulgada por la Fundación EcoCiencia presenta dos fotografías satelitales, que exponen claramente el efecto de la minería, a pocos kilómetros de la frontera con Perú.

“Para visibilizar más a detalle la afectación producida por la actividad minera en este caso de estudio, hemos utilizado una imagen de muy alta resolución (Skysat, 0.50 metros) del 29 de noviembre de 2022. Se pueden analizar con mucha precisión las áreas deforestadas al interior de la quebrada y la dimensión de las piscinas de dragado”, añade el documento.

Este es solo uno del total de cuatro casos de estudio que el informe incluye en su análisis. En total, entre Tsuiis, Kusumas, Warintza y Nayap (todos dentro del territorio Shuar Arutam), la Fundación reporta 257,7 hectáreas afectadas directamente por la actividad minera entre junio de 2020 y octubre de 2022 -esto equivale a 154 campos de fútbol-. En casos como el de Kusumas y Tsuiis, el daño incluso se extiende en zonas externas a las determinadas para la actividad minera. Todos los puntos de extracción están en espacios cercanos a ríos. 

En Nayap, el informe registra la mayor afectación, acumulando un total de 108 hectáreas ‘golpeadas’ por la actividad minera. Como se puede ver en las imágenes del monitoreo comunitario de la zona, grandes maquinarias invaden el verde de este espacio rompiendo con el paisaje.

Más allá de las decisiones tomadas por las comunidades, la minería, poco a poco, ha ido cercando al Pueblo Shuar Arutam y rompiendo la calma de la selva.

Pero esto no es todo. Además de la actividad ‘legal’ en la zona, la minería ilegal también ha ganado espacio. Según información del Ministerio de Ambiente, estas operaciones se incrementaron con la llegada de la pandemia, que redujo los controles que se realizan en la zona.

La institución explica que la minería ilegal que se realiza en la cordillera del cóndor tiene relación con actividades de “minería aluvial y subterránea”. Ésta “genera afectaciones directas al agua, al suelo y a la biodiversidad; debido al uso inadecuado de sustancias químicas, desechos peligrosos y especiales, vertidos en cuerpos de agua y suelo”.

En controles realizados junto a las fuerzas del orden, vía aérea y terrestre, “se han identificado socavones y túneles de gran profundidad, para la extracción de oro y otros metales”. A esto se suman campamentos que se levantan en los cauces de los ríos para extraer el material metálico desde la superficie. 

Sobre los efectos ambientales de estas actividades, el Ministerio asegura que “se ha identificado impactos negativos relacionados con descargas directas de desechos comunes y peligrosos, manejo inadecuado de escombreras, uso de sustancias peligrosas y prohibidas, hundimientos en superficie por inestabilidad del suelo, falta de rehabilitación y reconformación de áreas intervenidas, tala de vegetación nativa, piscinas de sedimentación sin impermeabilización”. 

En otras palabras, ésto implica la deforestación y contaminación de la tierra y el agua con diferentes químicos y metales pesados (como el mercurio, cadmio y plomo) utilizados para la actividad minera.

“Los daños en muchos casos son complejos de remediar, considerando que los costos económicos son elevados (la institución no aclara a cuánto podrían ascender). De igual manera, se han visto vulnerados los derechos de la naturaleza por el resultado de la contaminación y destrucción del ecosistema”, asegura la cartera de Estado encargada de la protección del ambiente. 

***

En el bote de regreso a la ciudad, pude conversar con uno de los mineros ilegales que dejan la zona luego días de trabajo en las orillas del río Zamora. Por seguridad, el hombre pidió mantener su nombre en reserva. 

Héctor (nombre protegido) se agarra fuerte por el movimiento del bote por la fuerte corriente. Cuenta que de camino a su trabajo existe gran cantidad de campamentos mineros. A él, de nacionalidad extranjera,  le contrató una persona que “tiene una máquina para sacar el oro”.

“Yo antes trabajaba en otro lugar, pero uno de mis amigos me dijo que aquí había espacio para trabajar. Llevo ya casi dos años acá trabajando extrayendo el oro”, cuenta mientras revisa el reloj de tonos brillantes y gran grosor que adorna su brazo. 

Él menciona que en el proceso de extracción que realiza se utilizan productos como el mercurio, “para separar y tamizar el oro”. Al preguntarle sobre el tratamiento que se le da al agua después, él toma una pausa y dice: “le dejamos nomás ir por el río”. 

Componentes como el mercurio y el plomo son de uso común en las actividades mineras, tanto legales como ilegales. Todos estos, ya sea por la minería ilegal o por falta de controles de la minería legal, según explica el geólogo Fabián Guerra, se pueden ver vertidos en los espacios que rodean a la actividad minera, generando grandes efectos contaminantes. 

El daño se acerca también a la tierra y el agua del territorio Shuar Arutam.

***

Alfonso Saant tiene 54 años y un rostro sereno. Gotas de sudor resbalan por su frente mientras, a paso lento, pero firme, camina hacia la puerta de su casa cargando su arma de trabajo.

“Al final no logré cazar nada”, ríe mientras su cuerpo parece ‘chorrearse’ en búsqueda de un apoyo para descansar. El hombre, de no más de 1,65 metros, es uno de los mayores opositores de la minería en su territorio, en su comunidad. 

Con paciencia, Saant se sienta en una madera que marca la entrada a su casa. Mirando hacia el horizonte verde y frondoso que la ha acompañado desde su niñez, Alfonso suspira y dice: “yo le voy a ser sincero, sí tengo algo de temor por lo que pueda pasar en el futuro con esto”.

“Aquí ya se ven los efectos de lo que pasa en Warintza y en otras comunidades. La minera está un poco más arriba, y su lugar de trabajo se conecta con el río Coangos. En ese río he visto cómo con el paso de los años hay cada vez menos peces. Antes ahí se pescaba a montones y el agua era transparente. Hoy, el agua es turbia y con suerte se saca algún pez de esos que son como gatos (bagres)”, baja la mirada mientras sus hijos corren alrededor jugando con dos pequeños cachorros. “Me preocupa qué va a quedar para mis hijos”.

En medio de la conversación, Saant recuerda cómo, cuando era un niño, salía a jugar y nadar en el río o a ayudar a su padre con las labores de pesca. Hoy, esto está prohibido para los pequeños que viven en la comunidad. 

“Hace algunos meses los niños se metieron al río y se terminaron enfermando. Les salieron unas ronchas rojas en la piel y les picaba muchísimo. Les pusimos algunas hierbas de acá del monte para bajarles la inflamación y en unos días se les pasó. Antes eso no pasaba. (…) Éstos son los efectos de la contaminación que nos van dejando las mineras”, dice sin levantar la cabeza. 

Él defiende que la lucha contra la minería no es un “capricho” de las comunidades. “Nosotros luchamos desde hace años, como me contaban mis abuelos, porque somos dueños del territorio. Y hoy seguiremos luchando, porque no es posible que en el patio de nuestra casa metan grandes maquinarias y traigan químicos, que al final nos van a terminar matando. Y sin ni siquiera preguntarnos”. 

Saant da un ejemplo simple para comprender el impacto real de la contaminación de las fuentes de agua que llega hasta su casa: “Aquí toda el agua está conectada. Entonces, si yo utilizo el agua que viene de un río o riachuelo contaminado, por ejemplo, para regar las plantaciones, la tierra también se contamina. Las plantas crecen contaminadas. Los frutos nacen contaminados y lo que comemos termina contaminándonos”.

Lo mismo pasa con los animales que beben esa agua y que, si logran cazarlos, también terminan en el plato de comida de quienes viven aquí. Todo está conectado.

La lucha contra la minería es una lucha por el cuerpo y por la vida. Repito, la lucha por el territorio que han emprendido las comunidades shuar en la cordillera del cóndor es también una lucha por su cuerpo, por su salud y la de sus hijos y nietos. 

Metales pesados a la orden

En medio del ruido de la ciudad, a cientos de kilómetros de Coangos, Pamela Valverde, antropóloga dedicada a la investigación de comunidades amazónicas, confirma lo dicho por Saant. Ella explica que las relaciones que establecen las comunidades con sus territorios ponen a quienes viven en estos espacios en “serias condiciones de vulnerabilidad”.

“Como habrás visto, las personas que viven en estas comunidades tienen una relación más apegada y cercana a su territorio. Todos los recursos que ellos consumen vienen de la selva, no de grandes fábricas con procesos sanitarios y controles para la salud, como pasa en las ciudades. Cuando tú contaminas e invades sus territorios no sólo estás afectando a la naturaleza y al ambiente, que también pasa. Estás afectando directamente a las comunidades que se han desarrollado en estos espacios: a su salud, a sus relaciones con el entorno y a sus vidas, obviamente”, explica la experta. 

Según un estudio de la Revista Bionatura, la minería ya ha dejado huella en zonas donde la extracción ha ido cobrando fuerza, en la Amazonía ecuatoriana. La investigación apunta a que el aumento de operaciones extractivas ha incrementado también la cantidad metales pesados, sobretodo Plomo, Magnesio y Mercurio, en los suelos cercanos a zonas mineras.

Al realizar pruebas de orina, sangre y cabello a más de 200 pobladores de comunidades cercanas a espacios de extracción minera en Ecuador, la investigación detectó altos niveles de Plomo y Mercurio en sus organismos. Los resultados encontrados revelaron que los niveles de estos metales pesados en los cuerpos de los pobladores superaban el límite máximo establecido por organizaciones de salud.

Daniel Guillén, médico experto en toxicología. Él explica que los compuestos como el Plomo y Mercurio son metales pesados que, por su composición, tienen un peso molecular alto y no se pueden eliminar del cuerpo. “Cuando éstos entran al cuerpo, tienen efectos en la salud y afectan diferentes órganos”.

“El Plomo, por ejemplo, afecta al sistema nervioso y puede llegar a dañar a las neuronas, especialmente las del cerebro. El plomo afecta también a la médula ósea. Los daños en sí son muy diversos, dependiendo de cada metal, pero en general causan lesiones celulares en el cuerpo. (…) Algo importante del plomo es que se lo ha relacionado con el retardo mental y la pérdida de habilidades cognitivas. (…) En cuanto al riñón, los metales pesados pueden derivar hasta en una insuficiencia renal”, dice el galeno. 

Como explica Guillén, el principal problema de estos contaminantes es que no pueden eliminarse del cuerpo y generan efectos acumulativos. Es decir, mientras las personas estén en contacto con estos compuestos, su concentración crece en su cuerpo aumentando la posibilidad de sufrir consecuencias, que pueden llegar a derivar en la muerte. 

“Ese es el problema: no se eliminan y si se eliminan es en muy baja escala. Los compuestos, por su peso, no pueden ser metabolizados y los que están diluidos en la sangre, causan daño donde vayan. Si la contaminación es muy alta, los metales se acumulan en el pelo haciendo que éste empiece a quebrarse”.

En el caso del Mercurio, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), su presencia en el cuerpo puede generar trastornos neurológicos y del comportamiento, “con síntomas como temblores, insomnio, pérdida de memoria, efectos neuromusculares, cefalea o disfunciones cognitivas y motoras”. Para la institución, éste compuesto es “uno de los diez productos o grupos de productos químicos que plantean especiales problemas de salud pública”.

Y si de algo más hay que preocuparse, estudios señalan que la presencia de metales pesados pueden afectar al desarrollo de los fetos en etapas de gestación e incluso pueden verse transmitidos desde las madres a sus hijos, expandiendo la huella de la contaminación. 

*** 

La melodía sincroniza con el vibrar de su voz; y una orquesta de insectos acompaña su paso. La mujer viste azules y colores de selva. Plumas y símbolos antiguos adornan su tez. Semillas cuelgan en su pecho. Su rostro luce arrugado: viejo. 

Sentada. Sentada en medio del verde más profundo, María Saant, se pierde. Se pierde en la historia. Se pierde en los pasos, que pisaron este suelo, teñido de verde. Abuelos, hijos, nietos. Generaciones completas que lo llamaron hogar.

A un lado de la mujer, un enorme hoyo se oculta entre la maleza. El verde se entremezcla con un profundo negro: una caída al vacío. En medio de la sinfonía, gritos del inframundo emergen. Flotan hasta perderse entre el abultado verde. 

  • Tranquilo, son los tayos – dice la viejecita con calma y una sonrisa – esas son las aves que viven dentro de la cueva. Hacen ruidos como de brujas y nunca salen. 

Los tayos han volado entre ellos durante cientos de años. Parte de su historia inició en la cueva.

  • “Nuestros abuelos nos contaban que había una mujer llamada Nunkui. Ella, por tener problemas con su esposo, fue expulsada de la comunidad” – una vez más, el rugir de los tayos la interrumpen, pero ella sonríe y continúa – “Se cuenta que Nunkui vagaba por la selva buscando comida, casi por morir. Ahí ella llega y descubre la cueva. Con lianas y palos logró bajar hasta el tope (la cueva tiene más de 30 metros de profundidad y se extiende por al menos 20 kilómetros de extensión, de los que se ha alcanzado a explorar). Ahí encontró a los tayos, aves negras y ciegas, y se los comió. Cuando salió de la cueva, Nunkui regresó a la comunidad para contarles a todos lo que encontró. Su familia la perdonó, porque llegó con buenas noticias. Desde ahí, un vez al año, en tiempo de cosecha de tayos (éste se da en los meses de abril, mayo y junio), los hombres de la comunidad bajan hasta la cueva para recoger los pichones, mientras las mujeres cantamos en la entrada para agradecer a Arutam y Nunkui. Para nosotros esta tierra y la cueva son sagradas, porque nos han dado de comer desde que llegamos. Nosotros somos guardianes de la cueva, de las tierras, del Arutam”. 

El canto de las aves retumba el aire y marca la llegada de la tarde. Los tayos responden, dentro del negro más profundo. Su historia camina en éstas tierras, hoy amenazadas por las grandes mineras.

Aquí nacieron los shuar. 

  • Nosotros queremos vivir en paz, en tranquilidad”, dice el hijo de María, Jimmy Tiwaram. “No vamos a permitir que las mineras lleguen aquí, porque si lo hacen llegaría la contaminación y las enfermedades”, refuerza las palabras de su madre.
  • Tayu, tayu… -empieza a cantar la viejecita, marcando el ritmo con los pies. Agradece a Arutam y a Nunkui habernos permitido llegar hasta aquí. 

En la roca, que sirve de suelo, se sienten las pisadas de sus ancestros. Acompañan cada palabra que sale de Saant: su canto. De los cientos de hombres y mujeres que han cuidado ésta tierra por décadas. De los dueños de ésta selva.

Pero hoy, ésto no es lo único que se siente. A pocos kilómetros, el suelo vibra. Vibra por las grandes máquinas que ha traído el ‘desarrollo’. Vibra anunciando “la muerte y las enfermedades”. Vibra por la tala del bosque y el levantamiento de carreteras. Vibra, vibra. 

Como cuando Nunkui caminó por éste verde, los shuar se mantendrán en pie de lucha. Hoy, una vez más, se declaran dueños de éstas, sus tierras. Hoy, una vez más, luchan ‘por sus vidas’. 

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