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Carolina Garzón: el nombre que no se apaga
abril 26, 2025

Carolina Garzón, una joven colombiana que llegó para establecerse en Quito, enamorada de Ecuador, desapareció el 28 de abril del 2012. Su historia es un profundo dolor para su familia, pero también fue semilla. Su padre, Walter Garzón, fue uno de los creadores de Asfadec, la asociación que lucha por los desaparecidos en el país. Al recordar los 13 años de su desaparición, hoy se realiza un conversatorio y jam de dibujo. Para que su nombre jamás se olvide, aquí te contamos su historia. 

POR: Esteban Cárdenas Verdesoto

La pantalla parpadea. En medio del encuadre inestable de una reunión virtual, Álix Ardila luce sórdida, abrumada por el blanco profundo de una pared casi vacía. Pero hay algo que rompe el ambiente: el rostro de una joven de cabello corto, la sonrisa ancha y los ojos llenos de vida; una imagen que luce de otrora y posa sobre unas cuantas letras que marcan el rumbo de una historia, de los últimos 13 años de Álix: “DESAPARECIDA”. Unos números de teléfono forman parte del cuadro, de un planfleto que mantiene pegado la mujer en la limpia escena para recordar su lucha: “¡Ayúdanos a encontrarla”.

Durante trece años ese ha sido su día a día: tender puentes invisibles entre ella y su hija desaparecida. Trece años de velas encendidas, de nombres gritados en plazas vacías, de papeles oficiales que no responden nada. “Carolina era luz. Era fuerza. Era la lucha por un mundo mejor”, dice Álix, y su voz tiembla apenas, porque trece años no son suficientes para domesticar el dolor. 

Afuera, en Quito, el bullicio no descansa, las luces no se apagan, los griteríos no cesan; como si sólo su mundo fuera el que paró el 28 de abril de 2012, cuando una llamada cambió el resto de su vida, cuando recibió la noticia. Más allá, el río Machángara sigue corriendo sucio y casi silencioso. Alguna vez, le dijeron, el abrigo de Carolina apareció allí, intacto, seco, limpio como un “insulto”. 

Con el tiempo, Álix ha aprendido que hay ausencias que pesan más que cualquier cuerpo, y silencios que duelen aún más que la pérdida. En medio de su habitación, solitaria como de costumbre, recuerda cómo era Carolina y su rostro deja rodar unas cuantas lágrimas. Y es que su hija, nacida en Colombia como sus padres, era una pequeña revolucionaria desde niña, una joven que se indignaba ante la injusticia, que cuestionaba a los profesores, que salía a marchar con el puño en alto. “Desde muy joven luchaba por los más pobres, por un mundo mejor”, recuerda su madre.

Estudiaba en la Universidad Distrital de Bogotá, militaba en el Partido Socialista de los Trabajadores, y soñaba con cambiar las cosas. No con palabras rimbombantes, sino con hechos: organizaba ollas comunitarias, escribía volantes y tejía resistencias cotidianas. Leía a Rosa Luxemburgo, a los pensadores críticos de siempre. “Tenía convicciones muy claras y una ternura infinita”, dice Álix. “Era muy sensible, muy humana. Tenía esa energía que hace falta hoy en el mundo. A su hermana también la llevaba, y eso les hizo, más que hermanas, amigas”. 

Carolina no sólo era fuerza y ternura: también era inquietud. Una inquietud viva. Desde muy joven, recuerda Álix, Carolina sintió que el mundo era más grande que las fronteras que la rodeaban. Y quiso salir a buscarlo.

Mientras estudiaba, entre parciales y jornadas de militancia, construía otro sueño: viajar. No como turista, sino como quien quiere tocar con las manos las realidades que sólo había leído en los libros de historia. “Ella no quería conocer el mundo en folletos o en mapas”, dice Álix. “Quería caminar, vivirlo. Ver con sus propios ojos las luchas de otros pueblos”.

Era ese mismo deseo el que la empujó a Ecuador. Álix recuerda vívidamente el momento en el que Carolina le dijo que empezaría un viaje por toda Latinoamérica, sabía que llegaría ese momento en el que la joven abriera sus alas, en el que quisiera ir más allá. Y con lágrimas en los ojos, se despidió tras el inicio de la travesía. “En su primer viaje fue por Ecuador, Perú y Bolivia. Ella me contaba todos los días cómo estaba, qué hacía, qué había conocido y en todas las partes a las que fue hizo muchos amigos”. 

La primera vez que viajó a Quito, en su primera llamada a Álix, le contó su enamoramiento por un país que, estando tan cerca, le había impresionado en todos sentidos. Se enamoró todo: de sus calles empinadas, de sus plazas antiguas, del colorido de sus mercados. Pero sobre todo, de su gente. “Decía que en Ecuador sentía una energía distinta, una solidaridad que se parecía mucho a la que ella soñaba para el mundo”, repite Álix entre suspiros y miradas al cielo, como intentando regresar a las llamadas de su hija.

Carolina volvió a Colombia para seguir sus estudios, pero ya no era la misma. Ahora, además de soñar con cambiar el país, soñaba con cruzar otra vez la frontera, con volver a Ecuador y hacer una vida allí. Y volvió. Su último viaje lo hizo por tierra. Cruzó pueblos pequeños, duros, olvidados; se hospedó en terminales y casas de compañeros y amigos que había hecho en el camino; conoció otras realidades que la hicieron aún más sensible, más comprometida. 

Esa última vez que Álix se despidió de su hija, las lágrimas desbordaron los ojos una vez más. No sabía que aquí empezaría su nuevo camino de lucha.

“El deseo de Carolina era que todos fuéramos a vivir a Ecuador. El trato en esa ocasión, que recuerdo como que fuera ayer, en 2012, fue que ella se adelantara a la ciudad y que en diciembre íbamos nosotros para conocer el país y ver un lugar donde poder asentarnos. Íbamos a ir con su padre para ir a vivir allá”, dice con la voz más suave. Pero ese diciembre nunca llegó y las maletas nunca se hicieron. 

***

Ya en Quito, Carolina encontró una comunidad de jóvenes parecidos a ella: estudiantes, artistas, militantes sociales. Se instaló en una casa compartida, en el barrio Paluco, junto al río Machángara. Vivía de manera austera, ligera de equipaje: le bastaban un cuaderno, unos libros, una cámara fotográfica, “que nunca soltaba”, y las ganas intactas de cambiar el mundo.

En los mensajes que le escribía a su madre, hablaba sobre los eventos que hacía con sus amigos, ferias y talleres. Carolina sonreía.

Fue esa misma inquietud, esa necesidad de estar y acompañar, la que la llevó a esa casa en Quito. En ese barrio. A ese país que había elegido no sólo como destino de paso, sino como un segundo hogar. En ese entonces, desde Bogotá, Álix se tranquilizaba leyendo los mensajes de su hija, escuchando su entusiasmo.

Y un día, todo eso cambió. La mujer revive ese momento con cada palabra que sale por su boca, un tanto arrugada y con un labial rojo que brilla en medio del aura blanca. El 27 de abril de 2012, Álix había hablado con su hija por la noche. Ella le había contado que llegaba a su casa después de haber ido a tomar fotos de un evento en La Ronda, de esos que celebraba y apoyaba junto con sus amigos. Se despidió para irse a dormir y eso fue todo. Ese fue el último mensaje que ella recibió de su hija. 

“No supe más en los días siguientes, pero no pensé que algo malo hubiera pasado. Ella me había dicho que estaba viviendo en el Centro y yo pensé que era como el centro de Bogotá, un lugar transitado y con mucha gente. Confiaba en ella y en que ella y sus amigos se cuidaban, así que no pasó por mi cabeza que nada malo podría pasar”, dice nuevamente con voz acelerada. 

Dos días después, cuando la noticia llegó, fue como un disparo a quemarropa. No hubo tiempo para digerir nada. En la noche, Walter Garzón llegó a la casa con la mirada clavada en el piso. No hablaba. No quería hablar. Fue su otra hija, Lina, la que soltó la frase que destrozó el mundo que conocían: “Mami, dicen que Carolina no ha llegado a la casa desde hace dos días, que no saben nada de ella”.

Álix no recuerda si gritó o si simplemente se quedó inmóvil. Recuerda la ansiedad trepándole por el pecho, el corazón disparado, el no saber qué hacer. Walter, después, dijo lo que pudo: había recibido una llamada de uno de los amigos de Carolina en Quito, diciéndole que no se asustara, pero que la joven no había regresado a casa. No se asuste, eso le habían dicho.

Sin perder tiempo, Álix y Lina organizaron el viaje. Ella cuenta que no hubo espacio para pensar demasiado: “Al día siguiente viajamos, la hermana y yo viajamos a Quito, directo. Salimos corriendo a buscarla, apenas supimos. No sabíamos ni dónde buscar, ni a quién preguntarle, pero teníamos que ir”.

El trayecto fue una sucesión de pensamientos oscuros, de intentos desesperados por no imaginar lo peor. Cuando llegaron a Quito, la ciudad les pareció inmensa, ajena, impenetrable. No había carteles, ni búsquedas masivas, ni operativos policiales. Nadie parecía estar esperándolas. Nadie parecía realmente saber, o querer saber, qué había pasado.

Buscaron la casa donde Carolina vivía. Era una vivienda modesta en el barrio Paluco, cerca del río Machángara; un barrio en el que, dice su madre, nunca le habría dejado vivir. Álix recuerda que las cosas de su hija seguían allí: su ropa, su cámara fotográfica. Todo estaba en su lugar. Pero no había señales de ella. Y los compañeros de casa, esos que se suponía eran sus amigos, no parecían demasiado alarmados. Álix dice: “Nunca la buscaron como uno busca a una hija. Nunca la buscaron así. No actuaban como quien está desesperado”.

La primera visita a las autoridades fue un golpe más. Llegaron a la Policía, un edificio gris, burocrático, donde los expedientes se apilaban como papeles viejos en estantes polvorientos. Nadie tenía urgencia. Nadie parecía entender que había una vida en juego. Nadie parecía entender que cada hora que pasaba podía ser la diferencia entre la vida y la muerte. “Nosotros llegamos y lo que había era un desorden total, no sabían qué hacer, no había un protocolo. Y nosotros desesperados, buscando a Caro, y ellos como si nada”, dice Álix, encendiendo la voz al recordar.

Los primeros pasos de la investigación fueron lentos, torpes, como si caminaran en el barro. Preguntaron si se había activado alguna alerta. Preguntaron si se había interrogado a los compañeros de vivienda. Pero las respuestas eran siempre vagas: “Estamos viendo”, “estamos en eso”, “ya se hará”.

No había planes de búsqueda inmediatos. No había operativos de rastreo organizados. No hubo un cerco en la ciudad. Mientras la familia ponía carteles por las calles, preguntaban en terminales, hospitales, calles, mientras ellos caminaban hasta el agotamiento, las autoridades esperaban.

Fue Álix, con ayuda de su familia y de algunos pocos voluntarios, quien organizó las primeras búsquedas reales. “Recorrimos todo Quito a pie. Íbamos al río Machángara, preguntábamos en cada hospital, en cada terminal. En cada esquina: ‘¿La han visto? ¿La han visto?’”. El eco de esas preguntas sin respuesta aún le tiembla en la voz.

A los pocos días, un agente de la Policía, uno de los tantos que desfilaron por el caso, apareció con una novedad: habían encontrado algo junto al río. Álix y Walter corrieron al lugar. Lo que les mostraron fue un abrigo, supuestamente el de Carolina. Estaba seco. Estaba limpio. Estaba doblado casi con cuidado. Había llovido durante días, el río crecido arrastraba ramas, basura, barro, todo sucio, todo mojado. Pero el abrigo estaba intacto.

“Eso fue sembrado”, dice Álix, sin dudar ni pestañear. “Porque nosotros mismos habíamos caminado esa zona el día anterior, y no había nada. Y si el río arrastraba algo, arrastraba barro, ramas, cosas sucias, y ese abrigo estaba limpio, como puesto ahí a propósito”.

En el bolsillo del abrigo encontraron una servilleta. Tenía un mensaje escrito: “Para Caro y Sebas, le mordí un pedacito. Oscariño”. Una nota casual, de cariño, convertida ahora en un objeto siniestro, en una evidencia sin pistas. Álix recuerda la sensación de impotencia, de rabia contenida.

La Fiscalía, lejos de sospechar, pareció aferrarse al hallazgo como si fuera incuestionable. Construyeron una hipótesis en tiempo récord: Carolina había bajado al río, tal vez a mirar el agua, tal vez a caminar, y se había ahogado. Así, sin más. 

No hubo peritajes exhaustivos. No hubo reconstrucción inmediata de los hechos. No hubo entrevistas a fondo con todos los compañeros de casa. “Muchos de los que vivían con ella salieron del país, y ni siquiera los llamaron a declarar”, dice Álix. “Nunca investigaron de verdad. Nunca buscaron de verdad”.

Mientras tanto, la familia seguía sola. Colgando afiches en los postes. Buscando en morgues. Visitando hospitales. Esperando una llamada que nunca llegaba. En esas calles largas de Quito, entre la lluvia y el humo de los buses, Álix y Walter entendieron que no era sólo una hija lo que estaban buscando: era una respuesta. Era una mínima señal de que alguien, en alguna oficina de ese aparato frío llamado Estado, realmente quería saber dónde estaba Carolina.

Los días se hicieron semanas. Las semanas, meses. Y el expediente de Carolina, en lugar de avanzar, parecía dormir el mismo sueño lento que envolvía las oficinas judiciales. Álix aprendió pronto que buscar justicia era pelear contra un muro que no escucha.

Durante los primeros meses, la familia depositó su esperanza en la Fiscalía. Pensaban que, quizás, las investigaciones iniciales habían sido torpes, pero que con el tiempo, alguien tomaría el caso en serio. Pero el tiempo pasaba, ella tuvo que volver a Colombia con su hija y fue su esposo, Walter, el que se quedó en el país buscando respuestas. Y el vaivén continuaba.

La primer fiscal a cargo no hizo más que repetir una hipótesis: el accidente. La caída al río. La muerte por ahogamiento. Incluso un suicidio intencionado. No importaba que el cuerpo nunca apareciera. No importaba que los peritos no hubieran presentado pruebas concluyentes. No importaba que la propia familia señalara las inconsistencias. “Se aferraron a esa versión como si fuera una tabla de salvación. Hablaban de un suicidio, pero ¿quién se suicida y esconde su cuerpo?”, dice Álix. “Y si uno preguntaba otra cosa, si decía ‘investiguen’, lo miraban como si estuviera molestando”.

Cambiaron fiscales, pero no cambiaron las respuestas. Cada nuevo rostro traía una carpeta vieja bajo el brazo, y una promesa que se deshacía al primer viento. “Llegaban y nos decían: ‘Vamos a trabajar’. Y después nada. Todo seguía igual. Volvíamos y volvíamos, y era como hablarle a la pared”, dice Álix, recogiendo el gesto con una mano cansada que acaricia el aire.

Años más tarde, pensaron que algo podría cambiar. Una nueva fiscal, de apellido Murgueytio, se comprometió a revisar todo el expediente desde cero. Álix y su familia volvieron a abrir las cajas de recuerdos dolorosos: entregaron copias de mensajes, de fotografías, de grabaciones de los actos de búsqueda. Entregaron todo lo que tenían, todo lo que habían reunido con esfuerzo y desesperación. “Ella nos dijo que iba a cambiar la línea de investigación, que ya no iban a seguir diciendo que se había ahogado, porque la hipótesis no tenía sentido”, cuenta Álix. “Nos devolvió un poquito de esperanza”.

Pero esto duró poco. Tiempo después de asumir el caso, Murgueytio fue removida. Sin explicación pública, sin justificación visible. Álix recuerda el momento con una mezcla de indignación y resignación: “Cuando la cambiaron, sentimos que otra vez volvíamos a cero. Como si la lucha de todos esos años no hubiera servido de nada”.

Después de eso, el expediente volvió a navegar a la deriva. Pasó de mano en mano como un paquete incómodo. Los familiares pedían audiencias, presentaban escritos, insistían en la necesidad de investigar otras hipótesis: ¿qué pasó realmente esa noche? ¿Quiénes eran las personas que vivían con Carolina? ¿Por qué no se tomaron sus declaraciones en serio? ¿Por qué no se investigó el entorno completo?

Pero las respuestas eran las mismas de siempre: “Estamos en eso”. “Ya veremos”. “No hay indicios suficientes”. No había operativos de búsqueda nuevos. No había reconstrucción de hechos. No había inspecciones reales en los lugares donde Carolina había estado. La vida de Carolina, su ausencia, su memoria, parecía quedar atrapada en un bucle burocrático donde todo se promete y nada se cumple.

“Uno siente que lo matan en vida”, dice Álix. “Porque no es sólo perder a tu hija. Es tener que ver la revictimización una y otra vez de la Justicia. Es tener que rogar para que la traten como un ser humano y no como un expediente más, porque no es un objeto el que se perdió, es una persona con sueños y una vida, con una familia”.

Mientras tanto, los años corrían. Desde Colombia, Álix gestionaba también investigaciones con autoridades de ese país, que hasta llegaron a enviar recomendaciones a quienes llevaban el caso en Ecuador luego de una visita de asesoría. Pero todo quedó en saco roto. 

El tiempo pasó y pasó, y hay quienes cayeron en el camino y en la lucha. Walter, el padre de Carolina, murió en 2016. Lo hizo en medio de las búsqueda y tras dos años de vivir, sin moverse, en Ecuador. Lo hizo en medio de un cansancio y una enfermedad que había llegado como la secuela de la falta de respuestas. Murió, en sus últimos días, sin hablar de Carolina; esquivando el dolor como quién busca poner en orden su vida antes de caminar hacia el final. “Sé que una semana antes de morir le dijo a mi hija, Lina, que estaba muy orgulloso de ella. Que la amaba mucho y que estaba feliz de todo lo que ha logrado; le dijo que si moría, moriría feliz por su vida”. 

Murió después de haberse parado en Carondelet exigiendo respuestas al entonces presidente Rafael Correa, lo hizo luego de promover la creación de una Asociación de Familiares de Personas Desaparecidas, que hoy sigue funcionando y tomó el nombre de Asfadec; murió creando un legado para Carolina y para la lucha por quienes, como ella, viven en el olvido de de un Estado que ha descuidado sus rostros. Una vez más, al contar esta parte de la historia, Álix se quiebra en llanto. 

“Después de los dos años que vivió Walter en Ecuador, yo fui la que tomó la lucha. Él sabía que yo era una mujer fuerte y que iba a seguir con la pelea. Y aquí sigo y seguiré hasta el último día de mi vida, como él lo hizo”, dice.   

Pese a todo, cada 28 de abril, Álix y su hija salían a la calle con carteles, con camisetas, con la foto de Carolina. A veces eran veinte personas, a veces apenas cinco. A veces, nadie más que ellos. Caminaban por las avenidas de Quito, a veces por las de Bogotá, por los parques, por las plazas, gritando un nombre que muchos ya empezaban a olvidar. Pero para Álix, para Walter, para Lina, el nombre de Carolina era, y sigue siendo, una forma de respirar.

Hoy, Álix se divide entre Quito y Bogotá. Su hija ha intentado alejarse y superar a su hermana, todo con ayuda psicológica constante en los últimos años. Ella, como madre, aún intenta no pensar en la desaparición de Carolina como tal. A veces suponen que está de viaje, que está en la Universidad, que está viviendo su sueño. Es su forma de mantener la cordura. “Un día me ensimismé en la desaparición de Caro y casi me vuelvo loca. Me ví corriendo por las calles, lanzándome a los buses, gritando en desesperación. He aprendido  a conocer mis límites y hoy soy mi propia psicóloga, sabiendo hasta dónde puedo llegar. Pero ella siempre está presente, siempre lo está en mis escritos, en mis cartas que le escribo y publicó esperando que pueda leerlas. Hoy, le pido que, aunque sea en sueños, me hable y me diga que está bien”. 

Pero como parte de la lucha, han decidido apelar a otras instancias en busca de justicia y verdad. Esto vino de la mano de una demanda ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, con el apoyo de Inredh. En 2024, esta misma instancia aceptó revisar el caso de Carolina Garzón. Después de más de una década de negativas, de escritos, de marchas, de súplicas, el expediente cruzó las fronteras donde el sistema ecuatoriano no había querido o no había podido llegar.

Álix lo cuenta con una mezcla de alivio y de cansancio: “Cuando nos dijeron que la CIDH admitió el caso, fue como respirar por primera vez en mucho tiempo. No es justicia todavía, pero es que al menos ahora alguien, en algún lugar, nos escucha”.

Para ella, para su familia, para todos los que aún cargan la foto de Carolina como un estandarte silencioso, la admisión del caso no es una victoria. Es apenas un paso. Un pequeño resquicio de posibilidad en medio de una herida que no cierra.

Y sin embargo, es suficiente. Suficiente para seguir caminando, suficiente para seguir preguntando, suficiente para seguir encendiendo velas en una pared blanca, frente a una cámara que parpadea. Y es que su lucha también se ve impulsada por la sombra de Carolina. Pues, explica, lo que ella le enseñó fue el pelear, el combatir hasta el último por un mundo más justo. Hasta hoy, ella sigue siendo su motor. 

Pero Álix, a pesar de esto, sigue sintiendo el mismo vacío. Y es que “ni todo el oro del mundo me podrá devolver a mi hija. Sí, esto es una ayuda y la oportunidad de que alguien nos escuche, pero no es la respuesta que buscamos”.

Un silencio se toma la sesión. Las lágrimas vuelven a desbordar la conversación y Álix se prepara lentamente para decir algo que intenta guardar entre las últimas probabilidades. “Yo lo único que pido, le pido a la vida, es poder darle santa sepultura a mi hija. Saber qué pasó, saber dónde está, y poder tener un sitio donde llorarla, donde llevarle flores. Es todo lo que quiero”. Suelta esta última frase entre llantos, entre un vaivén. Una explosión del dolor que lleva trece años guardando y que espera, al menos, una respuesta. 

***

Carolina Garzón no sólo dejó un vacío imposible en su familia. Dejó también una semilla. Una pequeña chispa en medio de la oscuridad.

Porque fue su desaparición, su búsqueda incansable, la que impulsó a su padre Walter Garzón, y luego a Álix, a levantar la voz no sólo por ella, sino por todos los desaparecidos de Ecuador y Colombia. De esa lucha dolorosa nació la Asociación de Familiares y Amigos de Personas Desaparecidas en Ecuador, Asfadec. Una organización que, hasta hoy, sigue exigiendo justicia para quienes se evaporaron en medio de la indiferencia y el miedo. Una organización que, según Lidia Rueda, la presidenta de la Asfadec, que también en la reunión, nació de de un Comité de Búsqueda de Carolina Garzón y que hoy es una organización constituida a favor de las personas desaparecidas. 

“No queríamos que otras familias pasaran solas por esto”, dice Rueda. “No queríamos que el dolor de buscar a un ser querido fuera también el dolor de no tener a nadie más que te entienda”.

Asfadec se convirtió en refugio. En trinchera. En un grito colectivo que, aunque a veces parece ahogado por la burocracia y el silencio, sigue resonando. Gracias a ese espacio, otras historias, otras madres, otros padres, otros hermanos, pudieron encontrar un lugar donde su dolor no fuera ignorado. Donde la ausencia tuviera nombre y rostro.

Carolina, sin saberlo, tejió esa red. Su nombre, su historia, su fotografía pegada una y otra vez en los postes de Quito y de Bogotá, abrieron caminos que antes no existían. Y aunque la herida de su desaparición nunca cerrará del todo, su legado sigue latiendo en cada marcha, en cada pancarta, en cada nombre que se niega a ser borrado.

Álix lo sabe. Lo siente cada vez que, al mirar el rostro de otra madre que busca a su hijo o a su hija, reconoce el mismo dolor. “Carolina nos enseñó a no rendirnos. A pelear no sólo por ella, sino por todos. Eso es lo que nos dejó. Es el legado que quería dejar”.

La cámara parpadea de nuevo. Álix, cansada pero erguida, asegura que esto es lo que quiere que se recuerde de su hija, sus ganas de luchar por un mundo mejor, “su legado debe ser este”. Respira hondo. Afuera, el bullicio de la ciudad sigue su curso. Adentro, en esa habitación blanca, una madre sigue esperando. Espera que, en algún punto, pueda despegar ese cartel que rompe con la blanca pared. Espera tener una respuesta, “aunque tenga que luchar hasta el último día”. 

Y hoy continúan alzando su voz, en Quito. Esta mañana se realizará un evento abierto a todo público en el espacio cultural Nina Shunku, un sitio de arte y convergencia de ideas. Con un conversatorio y un Jam de dibujo, las organizaciones que han formado parte de esta lucha recordarán a Carolina Garzón desde las 10:00, en el décimo tercer año de su desaparición, “por la verdad, justicia y memoria”. 

“Invitamos a todos quienes quieran asistir y recordar la lucha de 13 años por la verdad en la desaparición de Carolina Garzón”, recuerda Lidia antes de cerrar la llamada. Hoy, no sólo continúan en la lucha; hoy siguen alzando las pancartas; hoy, más que nunca, mantienen su grito en alto. “Por la verdad y para que la justicia no siga desaparecida”.

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