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miércoles, diciembre 3, 2025
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5 años con la mancha negra del petróleo

Las comunidades kichwa del río Coca cuentan al menos cinco derrames petroleros desde el 2020. Su vida cambió cuando sus ríos murieron. 

POR: Esteban Cárdenas Verdesoto 

El río venía negro y olía a una mezcla de gasolina y brea; a muerte. Era la mañana del 8 de abril de 2020 y Juan Licuy no sabía todavía que su vida, y la de todo su pueblo, iba a partirse en dos ese día. No sabía que en ese momento empezaría una lucha que, por más de cinco años, buscaría devolver la paz y la felicidad a su pueblo: una lucha contra el petróleo derramado y la reparación de lo que sucedió ese día. 

El río Coca, fuente sagrada para el pueblo Kichwa de la Amazonía ecuatoriana, había sido alcanzado por alrededor de 15.800 barriles de petróleo tras la ruptura simultánea del Oleoducto de Crudos Pesados (OCP) y el Sistema de Oleoducto Transecuatoriano (SOTE). Nadie avisó, no hubo alarma; sólo el olor y el rastro negro. 

Juan Licuy tiene 53 años y no ha logrado borrar esos recuerdos. Cada vez que piensa en ese día, evoca a su hijo, de 21 años, saliendo temprano al río sin imaginar que desde ese sitio sagrado le llegaría la muerte. 

“Mi hijo falleció poco después del derrame. Le salió un tumor en el pulmón, y los médicos nos dijeron que fue por asfixia y por inhalar gases tóxicos; por lo que él inhaló cuando salió ese día del río”. Con la voz detenida y entrecortada, continúa: “Él era joven, soltero y estaba preparándose para tener un futuro. Se me muere por un derrame del que nadie nos avisó”. 

Desde entonces, la familia no ha vuelto a mirar el río igual. “Antes salíamos con alegría a pescar, a cazar. Ahora no podemos ni acercarnos mucho. Aún queda el olor a petróleo, a gasolina. Vivimos con ese olor metido en la nariz desde hace cinco años. No se puede vivir con eso”, dice Juan en medio del bullicio de Coca, la ciudad. 

El río Coca, que antes entregaba carachamas, bocachicos y sabiduría, se convirtió en una amenaza. Y la pérdida de su hijo fue sólo el inicio. “El derrame nos cambió la vida al pueblo Kichwa, y no ha sido el único. Desde el 2020 hemos tenido cinco derrames que han depositado el petróleo sobre el río. Ahora vemos cómo los kichwas hemos tenido que dejar de depender del río, de la pesca, de sus aguas; hemos tenido que vivir diferente para poder sobrevivir, porque ese río ahora está muerto. Ahora todo está  muerto. El agua, los peces, las islas. Todo está contaminado”. 

Pero el dolor no ha sido suficiente para que llegue la justicia. “Ni una autoridad se ha acercado. Nadie vino a preguntar ni a ofrecer ayuda. Lo que hicieron fue dejarnos solos. ¿Por qué los ministros van a la Costa cuando hay un derrame allá, pero no vienen a acá, donde está la Amazonía que da de comer a todo el país?”. 

Juan Licuy no grita. Habla con serenidad y firmeza. Su causa no es individual, sino colectiva. “No somos criminales. Sólo pedimos que nos escuchen, que vengan, que vean con sus ojos lo que aquí pasó. Queremos que nuestros hijos vivan con seguridad, que no les toque esta misma historia. Que no tengan que enterrar a nadie por bañarse en el río que los vio nacer”. 

Imagen de la escuela de la comunidad Amaru Mesa, una de las más afectadas por el derrame de petróleo en 2020. 

Han pasado cinco años. Aproximadamente 27.000 comuneros Kichwa, de 105 comunidades, fueron afectados por el masivo derrame que ocasionó la erosión regresiva del río Coca, y la desaparición de la cascada de San Rafael. Todos vieron las manchas negras en las islas que utilizaban para cultivos, matar todo a su paso e impregnarse en las hojas, los tallos y los troncos; cubrirlo todo. 

Amaru Mesa es una de esas comunidades. Ubicada a 20 minutos en bote del puerto de Coca, este espacio alberga a alrededor de 700 habitantes, en un lugar que limita con el río. Y aquí, una de las primeras líneas de contención, el petróleo también llegó sin previo aviso ese abril de 2020. Nadie alertó, nadie se acercó. El crudo entró por el agua y sus gases por el aire a la comunidad. 

Dúber Avilés, que nació y creció en Amaru Mesa, lo describe con detalle: fue como si el crudo se hubiera “colgado del cuello de cada uno”. “El aire que respiramos se volvió pesado. Ya no se podía ni estar muy afuera sin que te dé dolor de cabeza o te asfixies por el olor”. 

Desde temprano, la gente empezó a salir a ver el río. La superficie, que normalmente brillaba bajo el sol, ese día era opaca, cubierta por manchas negras. Las islas que antes daban yuca o plátano estaban manchadas por una marea espesa, aceitosa, que se pegaba a la tierra y no se iba. “Nos dimos cuenta de que todo estaba dañado. Lo que antes era chakra, ahora era veneno”, recuerda el hombre desde el mismo lugar donde lo vio todo. 

No sabían si el agua era segura. Algunos niños, sin saber qué pasaba, se acercaron como siempre. “Se metían al río por costumbre, por juego”, cuenta el dirigente. Pero pronto vinieron los sarpullidos, los granos, los dolores. “Los que se metían al río después de eso presentaban síntomas como granos, picazón. El agua se hizo peligrosa”. 

Mary Jipa, habitante kichwa, recuerda ese momento con una mezcla de tristeza y furia: “Todo el río bajaba con el crudo. Y nosotros ahí, sin saber. ¿Cómo íbamos a imaginar que venía eso? ¿Cómo iban a saber los niños que no podrían tocar el agua?”. Dice que ese día no sólo se perdió el alimento, también la confianza en el río. 

Comuneros de Amaru Mesa usan el río Coca para su vida diaria y para su movilización. 

Antes, el río era todo. Agua, alimentos, medicina, juego. La vida giraba alrededor del río Coca. “Yo me acuerdo que mi papá cocinaba maitos con bocachico, y que uno sacaba el desayuno del agua”, dice Jipa con nostalgia y resignación. Ahora ya no. “Ya no se puede meter uno, ni para lavarse, ni bañarse, ni pescar, porque ya no hay nada. Tuvimos que prohibirles a los niños ir al río, cuando antes se les enseñaba a convivir con él desde guaguas”. 

Holguer Dea Noteno, actual dirigente de Amaru Mesa, también ha sentido este cambio en su forma de vida. “Antes vivíamos del río, de la naturaleza, de la pesca. Hoy no podemos ni pescar, ni bañar, ni lavar. No tenemos peces, no hay comida. Antes cogíamos muchos peces de todo tipo. Hoy, eso se acabó”. Lo dice con firmeza, pero con la voz quebrada por el recuerdo de un tiempo mejor. 

Y es que la herida no es sólo ambiental, también es física. Luis Andy, presidente de la Federación de Comunas Unidas de Nacionalidad Kichwa de la Amazonía (Fecunaue), cuenta que desde el derrame de petróleo han aparecido enfermedades que antes no se conocían en las comunas. “Antes no había cáncer. Hoy hay cáncer, problemas en la piel, granos que se pudren. Hay abuelitos que se están muriendo más jóvenes, cuando antes llegaban hasta los 100 años. Ahora no  llegan ni a los 80”. 

El agua que queda no es segura, pero es la única. “Seguimos tomando esa agua sucia. Con eso hacemos la chicha, cocinamos, vivimos. No hay apoyo, nadie nos ha dado alternativa”, dice Andy.

Pero no sólo eso. La llegada del crudo a las islas con las que subsistían las comunidades mató a las plantas que allí habitaban, lo que fue aflojando la tierra y dejando las islas vacías, casi arrastradas totalmente por el río. “Cada crecida se lleva más tierra. El río se come las islas y las orillas. Y eso nos está dejando sin espacio también en la comunidad”. 

En el caso de Amaru Mesa, estos movimientos y cambios en el paisaje han hecho que la comunidad tenga que moverse por tres ocasiones, replegarse para no ser alcanzados por el río, pero el espacio se les está acabando. “Ya no podemos ir más atrás, ya empieza ahí el territorio de otra comunidad”, dice Rosa Shiguango, presidenta de la comunidad.

Ella es una de las lideresas locales más fuertes. Cuenta que cada vez que el río crece vuelve a brotar el petróleo de la tierra; aunque hayan pasado cinco años. “El crudo no se ha ido. Se queda tapado bajo tierra, y cuando el río crece, aparecen las manchas otra vez. Vuelve el olor, vuelven los sarpullidos”, recuerda. 

Hoy, su vida es distinta. La muerte del río, la afectación que aún se ve en sus cultivos, con hojas amarillas y apenas una cosecha, aunque antes eran al menos diez; la falta de pesca y de agua para su vida diaria han cambiado su camino. Hoy, las comunidades kichwa de Coca deben salir a la ciudad a comprar comida, en búsqueda de enlatados, arroz y productos que puedan almacenar en sus territorios para poder sobrevivir. Tampoco tienen agua, no pueden hacer su chicha o su guayusa, no pueden cocinar; no pueden bañarse, aunque aún así lo hacen porque, como dicen, no hay otra opción. 

El último derrame de petróleo ocurrido el 16 de junio de este año aún mantiene a la vista sus vestigios y manchas. 

Derrames que no paran

Desde aquel 8 de abril de 2020, el río Coca no ha tenido tregua. Lo que empezó como un desastre sin aviso, terminó abriendo un ciclo que no se ha cerrado: el de los derrames constantes, el del crudo regresando como una maldición. Los comuneros Kichwa que viven a sus orillas, como Juan Licuy o Mary Jipa, han contado al menos cinco derrames desde entonces. Todos han afectado de forma directa a las comunidades y a la tierra. 

Vivian Idrovo, defensora de derechos humanos y quien ha trabajado directamente con las comunidades tras el derrame de 2020, ha recorrido las orillas del río Coca, ha hablado con los sabios, con los niños, con las mujeres. Y ha visto cómo el daño se repite. “Ese río ya está muerto. Es un río triste”, dice, recordando las visitas que ha hecho a las comunidades. “Lo que siembra se muere, no hay pescado, no hay vida. La gente tiene que ir a comer al pueblo, comida de pueblo, y eso entristece. Es una tristeza profunda que se nota en todo”. 

Los daños no han sido sólo físicos. Son también culturales, espirituales, cotidianos. La vida entera, explica Idrovo, ha sido desplazada por el crudo. “Antes los niños aprendían a pescar con sus abuelos. Hoy no se acercan al río porque se enferman. Donde antes había historias, hoy hay prohibiciones. Donde antes el río era derecho, ahora es peligro. Eso destruye a una comunidad”. 

Según la información levantada por las organizaciones comunitarias y las defensas técnicas, entre 2020 y 2024 se han registrado al menos cuatro vertidos significativos en el río Coca. Algunos se han dado por nuevos rompimientos en las tuberías; otros, por filtraciones no atendidas o fallas en los sistemas de contención. Lo cierto es que el crudo ha regresado una y otra vez, como un agente persistente que “sigue viniendo”, dice Vivian. 

El paisaje también lo confirma. “Si vas a las orillas, ves las islas secas, la tierra rota. Ves la muerte”, resume la defensora de derechos humanos. Y aunque el Estado ha hablado de acciones de limpieza o de mitigación, en el territorio la historia es otra. “Las empresas llegan, contaminan y se van. No hay reparación. La gente sigue tomando agua contaminada, sigue enfermando, siguen sin respuestas”, asegura. 

Este escenario, por ejemplo, se ve en una de las islas que bordean a la comunidad. Allí, en una caminata breve, se ven los vestigios de un derrame más reciente, atribuido a un evento reportado el 16 de junio. Hojas y tallos tintados con marcas negras surgen del suelo, con tonos oscuros y un olor que se asimila a la brea. 

Fausto Shiguango, habitante de Amaru Mesa, cuenta que la comunidad se enteró de este último derrame a través de internet. “Vimos que había derrame en el (río) Coca y salimos con los dirigentes en las canoas, caminando, para ver si era cierto. Regresamos ya en la noche. Y sí, había petróleo regado por toda la orilla”. 

La mancha había llegado mientras el río crecía, empujada con fuerza por la corriente, colándose por los afluentes y esteros que atraviesan las comunidades. “Por ahí se bañan los niños, pero ya no los dejamos. Ahora ya no se puede”, dice Shiguango. El agua contaminada entra también por los cultivos: los plátanos, las yucas, el arroz. “Antes sembrábamos en las islas, pero por cosas como las que ve aquí ya no se puede porque ya no crece; se pone amarilla, se marchita, y se caen todas las hojitas. Ya no produce como antes”. 

Fausto muestra los bordes de una de esas islas, donde antes cultivaba maíz. Hoy, la tierra está quebrada y la vegetación escasa. “Aquí sembrábamos”, señala el suelo.

“Siempre que hay derrame, los de Petroamazonas o del Ministerio del Ambiente no vienen de inmediato. Se demoran, y mientras tanto el petróleo se riega más. Pasa por todo lado, y se va metiendo en todo”, dice. 

Este evento reciente no es un caso aislado. Es la repetición de una historia que no deja de escribirse y que continúa impactando la vida de las comunidades kichwa de esta zona. Y por esto, su lucha ha crecido y hoy ha vuelto a reactivarse 

Comunidades Kichwa salieron el 30 de junio a las calles de Orellana para pedir justicia. 

Una lucha viva

Desde el 8 de abril de 2020, el pueblo Kichwa ha sostenido una lucha persistente y colectiva por justicia, reparación y dignidad. Tras el derrame de más de 15.000 barriles de crudo en el río Coca, las comunidades decidieron no quedarse calladas. Lo que vino después fue una batalla legal que ha tenido múltiples obstáculos, pero que hoy sigue activa. 

La demanda fue presentada poco después del desastre, y en ella se exigió que las empresas responsables, el Oleoducto de Crudos Pesados (OCP) y Petroecuador, junto con el Estado, cumplan con la reparación integral del daño causado. Las comunidades no sólo exigieron la limpieza, sino la restauración de sus derechos, de su territorio y de su forma de vida. Sin embargo, este fue sólo el inicio de la lucha. 

La acción de protección presentada fue rechazada en varias ocasiones, antes de ser reactivada este año; acto que fue impulsado por la Corte Constitucional tras la revisión del caso. Por eso, hoy su lucha se reactiva, aunque con nuevos inconvenientes. 

Vivian Idrovo asegura que tras la reactivación, el juez a cargo aceptó hacer un proceso de diálogo intercultural con las comunidades para conocer directamente las afectaciones. Esta reunión estaba programada para hacerse en la comunidad de Amaru Mesa este 30 de junio, pero al final no ocurrió. El juez notificó pocos días antes a las comunidades que por una calamidad no podrá asistir al diálogo, cambió de fecha el encuentro y cambió el lugar de reunión, para pasarla al Complejo Judicial de Orellana, alegando que no hay garantías de seguridad para ir a los territorios kichwa. Y esto ha llevado a que las comunidades respondan con firmeza. 

“Pedimos que el juez vaya al territorio, que vea con sus ojos lo que pasó, que recorra las comunidades, que vea las islas secas, la tierra rota”, dice Vivian Idrovo, abogada que ha acompañado el caso desde el principio. 

Ella misma denuncia que el proceso ha pasado por dilataciones, falta de voluntad institucional y ausencia de respuestas concretas. “Las empresas llegaron, contaminaron y se fueron. No hay reparación. La gente sigue tomando agua contaminada, se sigue enfermando, sigue sin respuestas”, dice Idrovo. En los últimos años, apenas se han realizado audiencias esporádicas, y no ha habido inspecciones judiciales completas que permitan dimensionar el daño. Por eso, el caso fue reactivado este año, indica. 

Frente a esto, el 30 de junio representantes de las comunidades accionantes llegaron al Complejo Judicial de Orellana para exigir una respuesta por parte del juez a cargo hoy del proceso. Madres, abuelas, jóvenes y ancianos llegaron con carteles y con fotografías que enmarcan los resultados del derrame de 2020; pero también llevaron consigo botellas de agua y plantas recogidas en territorio, junto con la contaminación. “Si el juez no viene al territorio, nosotros le traeremos el territorio a él”, dice Idrovo. 

Hoy, el pueblo Kichwa alza una vez más la voz de lucha; buscan ser escuchados. Hoy, personas como Luis Andy, Juan Licuy o Mary Jipa, buscan un mejor futuro para sus nietos, para toda su descendencia; quieren volver a jugar en el río, volver a pescar, volver a tener agua limpia, volver a vivir; o como dice Juan, quieren “volver a ser felices”. 

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